En nuestros días al leer la segunda carta de san Pablo a los Tesalonicenses (2,1-12) se nos puede fácilmente plantear la cuestión de si aquellas palabras del Apóstol están dirigidas también de un modo especial a la actual generación. Al advertir a los Tesalonicenses que no se alarmen por presuntas revelaciones o rumores que anuncian la inminente venida del Señor, les recuerda que primero tiene que «venir la apostasía y manifestarse el hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición que se opone y se alza sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es adorado, hasta el punto de sentarse el mismo en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios» ( 2Tes 3-4).
No nos parece fuera de lugar, sino todo lo contrario, reconocer que estos tiempos de secularización, referidos a la cultura occidental son realmente tiempos de apostasía. La llamada civilización occidental, como subraya con insistencia A. Toynbee, encuentra sus orígenes en la Cristiandad medieval, en aquel mundo que nace a principios del siglo ix con Carlomagno y quedara impregnado, en gran parte gracias a la labor de los benedictinos, por la fe cristiana. Esta singularidad tiene una importancia capital en la historia de la humanidad y de la Iglesia. A lo largo de la historia no ha existido ninguna otra cultura en la que la fe cristiana llegara a estar presente no solo en sus raíces sino en todas las dimensiones de la vida social y cultural. Esto explica, que no podamos decir simplemente que hemos vuelto a los tiempos del paganismo, porque solo se podría hacer esta afirmación de un mundo que no ha recibido aún el anuncio del Evangelio, pero no es apropiado para nuestra civilización. Desde la Ilustración se ha sustituido la fe cristiana por filosofías e ideologías diversas e incluso antagónicas pero que tienen en común su carácter meramente secular y desde la llamada posmodernidad se ha dado un paso adelante en esta misma dirección, se rechaza la fe cristiana, no se quiere recordar el origen de nuestra, cultura que a pesar de todo aún vive gracias a la herencia recibida, y se llega a presentar a Dios y todo lo que tiene que ver con Él, como el mal que hay que evitar y contra el que hay que luchar.
Otro aspecto que debería ser motivo de reflexión es la deriva actual que ha ido tomado la «dictadura del relativismo». La debilidad e inconsistencia especulativa del relativismo es evidente. A efectos prácticos sirve para justificar cualquier cosa que en un momento determinado a uno le interese, tanto si nos referimos a cuestiones de orden teórico como práctico. Pero si alguien pretendiera radicalizar el relativismo y generalizarlo de un modo universal, se encontraría que su misma posición queda invalidada por este presunto relativismo. Este mismo tipo de contradicción lógica nos la encontramos en la defensa de la tolerancia universal que se vuelve absolutamente intolerante ante la afirmación de la verdad. Por ello como ya hemos visto afirmado en algunos ambientes intelectuales franceses de carácter católico, el relativismo se ha sustituido por la simple mentira. Es más apropiado decir que vivimos en un mundo caracterizado por el triunfo de la mentira que por el del relativismo. Es mentira que el sexo sea una cuestión meramente cultural y no tenga un fundamento en la realidad biológica, que el aborto y la eutanasia no sean asesinato y por tanto un sin sentido decir que son un derecho, que el divorcio no sea la constatación de un fracaso, podríamos seguir con una larga lista de mentiras que se presentan en nuestros días como la grandes conquistas de la modernidad. El triunfo de la mentira significa la muerte de la vida social que solo es posible bajo el prepuesto de la verdad en las relaciones humanas. El triunfo de la mentira invalida cualquier compromiso, cualquier contrato, cualquier enseñanza, cualquier relación personal verdaderamente humana.
Estas consideraciones nos llevan de nuevo al texto de san Pablo a los Tesalonicenses. Nos podemos preguntar: ¿No estamos en los tiempos de la apostasía, anunciados antes de la venida del Señor? ¿No oímos el vocerío que se alza contra todo lo que lleva el nombre de Dios» ¿ No estamos en una civilización que parece seducida por el padre de la mentira?
Para reflexionar sobre estas cuestiones dedicamos las páginas de este número y también el próximo, recordando que nuestra esperanza y confianza siempre está puesta en el triunfo del Señor. Por ello ponemos en nuestros labios y en nuestro corazón las palabras finales del Apocalipsis:
«Ven, Señor Jesús».