La destrucción del cristianismo significa en realidad la ruptura social con Dios. El individualismo desvinculado sólo es posible cuando cada sujeto humano y la sociedad como conjunto se entregan a la subjetividad ilimitada de sus deseos y por ello dejan de relacionarse con su Creador. Como escribió Francisco Canals Vidal en «Reflexión teológica sobre la situación contemporánea»: «Creado a imagen y semejanza de Dios y llamado, por la gracia que le constituye en partícipe de la naturaleza de Dios, a ser feliz en la plena participación de la vida divina». Y ese camino de construcción de la felicidad, que empieza en este mundo, se rompe.
¿Por qué es tan decisivamente grave la ruptura con Dios? No se trata de la desaparición del deísmo, de un ser una fuerza superior más o menos abstracta, ni de una percepción espiritual. Para Occidente significa la ruptura con Jesucristo, quien a mí me ve, ve al Padre, es decir, con una persona real cuya vida y palabra, construyen un acto que recrea la vida humana.
Esto de por sí ya es grave, porque es Él quien ha moldeado nuestra cultura, nuestro modelo de valores y virtudes. Es el cristianismo quien construye la cúpula occidental que permite trabajar juntas a dos culturas en principio incompatibles, la teocrática del Antiguo Testamento y la filosófica de Grecia. Construye la gran transformación sobre la que se asienta Occidente. No es solo Occidente, porque es universal y se inculturaliza en todo el mundo. Pero al igual que la cultura siriaca que recoge el cristianismo griego y le da forma propia, hasta que el islam por la fuerza de las armas lo reduce a un relicto, el cristianismo occidental, sobre todo como Iglesia latina, da forma a Occidente. Si se le rechaza, nuestra civilización se aproxima a la nada.
Josep Miró i Ardèvol, Forum Libertas, 11 de octubre.