La novela histórica tiene la virtud de dar vida a la historia que hemos estudiado en los libros y cuyos hechos retenemos más o menos en la memoria; es decir, nos hace caer en la cuenta de la vida de las personas de entonces, de sus costumbres, de sus dificultades, de sus necesidades, de sus logros o de sus fiestas.
La novela de Benson tiene el valor de hacerlo en la Inglaterra de la persecución religiosa bajo el reinado de Isabel I, la hija de Enrique VIII y Ana Bolena, capricho ésta de un rey que se volvió descreído y despiadado e inició el capítulo más sangriento de la historia de Inglaterra, la tierra que lleva el sobrenombre de «la dote de María».
Las vicisitudes de dos jóvenes católicos comprometidos con su vida por la causa de la Iglesia Católica son el hilo conductor de la historia y la excusa con la que se nos presentan los personajes históricos de aquella época terrible, desde los más denigrantes a los más excelentes, como la misma reina Isabel o el mártir por excelencia de aquella persecución: el padre Edmund Campion. No en vano, tomó el autor el título de su novela en inglés del texto de una carta en la que aseguraba que se había mantenido y se mantendría firme sin revelar secretos ni comprometer la fe así viniera el potro (de tortura) o la horca: come rack! come rope!
En la novela, sorprende la sobriedad del relato y la simplicidad del estilo en la pluma de Benson –el autor de El amo del mundo– y casi se diría que extraña la reacción que suscitó en su momento en Inglaterra viniendo de una novela tan «sencilla». Probablemente en esa sencillez hallemos una de las claves: aquel libro lo podían leer desde los más adultos hasta los más jóvenes… y la novela obraría en ellos ese mágico efecto de poner ante sus ojos la realidad de su propia historia. Una historia en la que la sospecha, la traición, la injusticia, el abuso, la arbitrariedad, la sangre y el odio a la fe de Roma se convirtieron en seña de identidad de un reino que de alguna manera a primeros del siglo xx perduraba y seguía obstinadamente disimulando aquella abominable memoria.
El martirologio inglés es encomiable y la vida de aquella Iglesia perseguida de una heroicidad indiscutible. Por causa de su fe, los católicos ingleses pasaron a ser considerados traidores a su rey y a su patria, declarados ciudadanos de segunda clase, apartados de todo cargo público, expoliados por no asistir a las celebraciones protestantes y perseguidos por esconder enemigos del reino –esto es, sacerdotes– o procurarse los sacramentos –clandestinamente–. El gobierno no ahorró artimañas con el fin de eliminar el «papismo» del suelo inglés ni le tembló el pulso a la hora de torturar o ahorcar a aquellos que no consentían en abjurar de su fe y su fidelidad a Roma. Aquella política, si así puede llamarse, atribuló conciencias, dividió familias y pueblos e hizo correr lágrimas y sangre hasta los más recónditos lugares del reino.
En 1911, cuando el autor escribió ¡A la horca!, hacía apenas veinticinco años que la Iglesia había beatificado a mártires de la persecución inglesa pero faltaban aún casi otros veinticinco más para que canonizara a los primeros. Entonces, el padre Robert Hugh Benson era el hijo converso del que fue durante trece años arzobispo de Canterbury; era uno de los tres hermanos de una familia dedicada especialmente a las letras con mucha fama en Inglaterra; era un apologeta perspicaz y un escritor prolífico; era un sacerdote inglés en la Roma de san Pío X; y era también un inglés más ajustando cuentas con su propia historia.
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