El sufrimiento y la desesperanza es un hecho cotidiano entre los sirios, que viven sumidos en una guerra fratricida desde hace ya más de siete años. Más aún, al gran drama de convivir con la violencia, haber huido de tu casa o perder todos tus bienes por las bombas, se suma la muerte de tus seres queridos. En ocasiones por la violencia, otras veces por la enfermedad y la precaria vida de una sociedad empobrecida.
Rasha Drazy tenía solo 23 años cuando recibió la noticia de que su también joven marido, Michael, había muerto. Era conductor, cubría la ruta desde el Valle de los Cristianos a Damasco, la capital. Un día fue alcanzado por un francotirador y murió en el acto. Ella, además de quedarse sin su marido, perdió el sostén económico para mantener a su familia. Madre de dos hijos, se encontraba frente a una situación que solo empeoraba desde el comienzo del conflicto armado.
«Vivíamos en Damasco, vinimos a Marmarita huyendo de los bombardeos diarios sobre la capital. Llegamos aquí en 2012 y a los pocos meses muy marido fue asesinado» cuenta Rasha, que sigue siendo una mujer joven pero con una mirada de profundo dolor, como si hubiera vivido ya mucho. Junto a ella están sus hijos Michael, de 10 años, y Rachel, de 8. «La vida antes de la muerte de mi marido, ya era difícil. Mis hijos tuvieron que dejar el colegio porque estaba cerrado por la guerra. Nos manteníamos de los pocos ahorros que guardábamos hasta que Michael encontró un nuevo trabajo».
Historias similares de las de Rasha se repiten en todo el país. Es desgarrador el testimonio de miles de mujeres que han perdido a sus hijos y maridos por la guerra. Los padres de familia eran el sustento para el resto de la prole, pues eran el motor de la economía familiar y su falta supone no solo la gran pérdida humana, sino también el sostén material para vivir. Por eso, el desafío al que se enfrentan estas mujeres, viudas, madres coraje, es aún mayor y su sostenimiento es muy importante para la Iglesia local que las está apoyando, siguiendo la misión del Evangelio de consolar a los más pobres e indefensos.
«Yo trabajo como autónoma, a veces como peluquera, otras en el campo recolectando frutas y verduras. Todo lo que sea necesario para mantener a mis hijas», comenta Darin Abboud, de 38 años. Ella es otra madre coraje de Siria y recientemente viuda desde que su marido sufrió un derrame cerebral incurable hace dos años. «Mis cinco hijas con la motivación de mi vida, mi felicidad es que ellas sigan estudiando, consigan un trabajo y sean felices».
La mayor de todas es Maya, de 18 años, que está finalizando los estudios previos a la universidad, aunque no está segura de en qué quiere formarse. Le sigue Maram y Mary, gemelas de 12 años y muy buenas cantantes: «Hemos aprendido a cantar en el coro de nuestra parroquia, nos sentimos muy felices cuando cantamos allí». Mirna es la cuarta por edad y recita preciosas poesías de memoria, en un árabe que suena dulce y delicado. Por último está Meriam, la más alegre y revoltosa. Todas forman un hogar en el que el recuerdo de su padre aún no ha borrado las ganas de vivir.
«La ayuda que recibimos es muy útil para nuestra casa. Es verdad que nuestros vecinos y familiares nos han apoyado mucho –afirma Darin– pero sin el sostén económico de la Iglesia no sé qué sería de mí y mis hijas». Reconoce que su comunidad parroquial les ha arropado desde la muerte de su marido y hasta día de hoy no les ha faltado nada.
Más de 2.000 familias reciben mensualmente ayuda de emergencia del Centro San Pedro, de la Iglesia católica melquita en Marmarita. «Esta ayuda nos ha hecho recobrar la fe y la esperanza –reconoce Rasha–, hemos experimentado la cercanía de la Iglesia y eso nos ha motivado a comprometernos más con nuestra comunidad. Yo misma formo parte del equipo de voluntarios que coordinan la ayuda de emergencia a familias desplazadas en el Valle de los Cristianos». Rasha relata orgullosa que lejos de sumirse en la desesperación, un día decidió dar el paso de ayudar a otras personas que como ella también están atravesando los peores momentos de su vida.
Los «nazarenos» del Valle de los Cristianos
El pueblo de Nasra es uno de los más de veinte pueblos que se reparten en la región conocida como Valle de los Cristianos (Wadi Al-Nasara, en árabe). Literalmente Nasra, significa «nazareno», nombre que se emplea en el mundo árabe y musulmán para llamar a los cristianos. En el pequeño pueblo viven desde hace varios años cerca de un centenar de familias refugiadas procedentes de otras partes del país que han huido de la guerra. Los Mussa son una de estas familias, nuevos «nazarenos» del Valle de los Cristianos.
Marwan Mussa es el padre de la familia. «Tuvimos que huir de Homs, donde vivíamos porque los bombardeos cada vez estaban más cerca de nuestro barrio». Pensaban que volverían pronto a Homs, sin embargo, la guerra ha seguido su curso y los Mussa llevan en Nasra ya más de 5 años. «Antes trabajaba de albañil, ahora ayudo en un horno de pan, aunque no gano suficiente para mantenernos a todos», cuenta Marwan. Su familia es una de las más de 350 familias que son apoyadas por el Centro de Ayuda San Pedro, de la parroquia católica melquita San Pedro, en el vecino pueblo de Marmarita. «La Iglesia nos ha salvado la vida literalmente, si no fuese por ellos hoy no estaríamos aquí».
Un día, hace 9 meses, Marwan estaba trabajando en una huerta cercana a su casa cuando de repente cayó desmayado al suelo. Su hijo Gabi consiguió levantarle y llevarlo al centro de salud del pueblo. Allí le derivaron al hospital donde le dijeron que tenía un infarto y le salvaron la vida. Todos los medicamentos y cuidados médicos para Marwan y su mujer Nahila, que está en tratamiento de cáncer, son financiados por ACN, a través del Centro de Ayuda San Pedro en Marmarita. «Estamos muy agradecidos por esta ayuda. Sabíamos que muchas personas de diferentes países estaban enviando aquí su dinero. Damos también las gracias al equipo de voluntarios de San Pedro, por su compañía y por socorrernos en las necesidades más urgentes».
La fe de estos auténticos «nazarenos» es visible. Nahila nos cuenta que los peores momentos han sido cuando a Dani lo dieron por desaparecido. «Hemos estado dos años sin saber nada de él. Pensábamos que lo habrían matado en el frente. Pero hace un mes vino a visitarnos y fue un nuevo milagro de Dios en nuestra casa». Dani les contó que llevaba siempre consigo una pequeña Biblia y la leía cada día, «él no se ha separado de la Palabra de Dios, y ahora sabemos que el Señor tampoco lo ha abandonado».