Desde mediados de noviembre Francia se ha visto sacudida por una serie de movilizaciones, cada vez más numerosas y violentas, protagonizadas por manifestantes portando el chaleco reflector amarillo que están obligados a tener todos los conductores en sus coches. Si en la Edad Media las revueltas campesinas contra las subidas de impuestos y otros abusos se conocieron en Francia como jacqueries, derivado del nombre del simbólico protagonista de estas revueltas, Jacques Bonhomme, un nombre genérico que encarnaría a la gente sencilla, bien podemos afirmar que hemos asistido a una jacquerie moderna.
El origen, en este caso, también está en un alza de los impuestos, esta vez de los que gravan el carburante: un alza motivada por el afán recaudatorio que el presidente Macron ha querido vestir de tasa ecológica para luchar contra el cambio climático. En un país con la mayor presión fiscal de Europa, un 46%, superior ya a los países escandinavos, y donde la hipertrofia del Estado destina el 56% del PIB a gasto público. Increpado por un anciano en Verdún, pocos días antes de que estallaran las protestas, un Macron tan desconectado de la realidad como las caricaturas de los monarcas absolutos le contestaba que había que cambiar las viejas costumbres y adaptarse al mundo nuevo en que vivimos. Una semana más tarde trescientas mil personas colapsaban Francia.
El movimiento de los «chalecos amarillos» no tiene unos dirigen por subida de impuestostes definidos; recoge una protesta generalizada y transversal, bajo cuya bandera se reúnen lo mismo franceses de cepa que hijos de inmigrantes, de izquierdas o de derechas, todos unidos por la exasperación de una clase media que necesita utilizar el coche para cumplir con sus tareas profesionales y que se siente cada vez más ahogada económicamente. Sin partidos, sin sindicatos, sin organizaciones que los respalden, han estado cinco fines de semana consecutivos de protestas.
Manifestaciones que a medida que crecían iban incorporando nuevas revindicaciones, en ocasiones contradictorias, algo que no es de extrañar si consideramos el carácter espontáneo de las protestas. Y que derivó en acciones violentas cada vez más frecuentes, que sin embargo no significaron ninguna reducción de apoyo popular: las encuestas afirman que cerca del 80% de la ciudadanía veía con simpatía el movimiento de los «chalecos amarillos». Tras centenares de heridos y detenidos, e incluso tres muertos, «víctimas colaterales» de las manifestaciones, Macron tuvo que ceder y rectificar, ordenando una moratoria a los nuevos impuestos que, aunque ha reducido la tensión, no la ha hecho desaparecer por completo.
Porque si en el origen de las protestas está la subida de impuestos, éstas han canalizado el hartazgo de la gente corriente con el estado de las cosas y se han nutrido también del resentimiento hacia unas elites que viven de espaldas a los sufrimientos y penalidades de quienes no disfrutan de su nivel de vida. «La elite tiene miedo del fin del mundo, nosotros del fin de mes», afirmaba uno de los «chalecos amarillos», contrastando la alarma ante el cambio climático con la pauperización que viven las clases medias francesas.
Estas protestas revelan también la pérdida de legitimidad de un sistema político en el que ya pocos creen, al tiempo que plantea una inquietante cuestión. Si es cierto que los «chalecos amarillos» han conseguido que el endiosado Macron, que gozaba de los parabienes de la prensa, ceda y rectifique, esta victoria no se ha producido hasta el momento en que las movilizaciones se han desbordado en acciones cada vez más violentas. A diferencia de las masivas protestas de La Manif pour Tous contra el matrimonio entre personas del mismo género (que sacaron a la calle a más personas sin conseguir cambiar la decisión del gobierno), siempre pacíficas e impecables, los «chalecos amarillos» han demostrado que, en la Europa de inicios del siglo xxi, si los ciudadanos quieren arrancar algo de las oligarquías gobernantes deben emplear, no la razón, sino la violencia.
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