La nominación y confirmación del juez Brett Kavanaugh como nuevo miembro del Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha provocado tensiones y enfrentamientos como no se recordaban en este tipo de proceso. Una situación que no es de extrañar si consideramos la relevancia del nombramiento, que desequilibra la composición de los nueve miembros del Supremo en favor de los jueces partidarios de una lectura estrictamente fiel a la letra de la Constitución norteamericana y, en consecuencia, contrarios al reconocimiento de los nuevos derechos vinculados a la cultura de la muerte y la ideología de género. Incluso se ha llegado a hablar de revisar la sentencia Roe versus Wade de 1973 que abría la puerta al aborto. Ante este cambio, los partidarios del aborto se han movilizado hasta extremos nunca vistos, promoviendo una campaña de acoso y derribo contra Kavanaugh, que no ha dudado en bordear la ilegalidad. Y han perdido, en buena parte, por la determinación que ha mostrado el presidente Trump.
Como hemos indicado, la jurisprudencia norteamericana admite el derecho al aborto no por una ley del Congreso, sino por una sentencia del Supremo. Es por este motivo que cada nominación de un nuevo juez para este tribunal, y muy especialmente cuando en la Casa Blanca se aloja un republicano, desata una batalla feroz. Ocurrió ya con el juez Clarence Thomas a principios de los años noventa, acusado falsamente de haber acosado a una mujer, pero nunca antes se había desencadenado una campaña del calibre de la que ha tenido que afrontar Kavanaugh.
Las acusaciones contra el juez han partido de una «vieja amiga» de los tiempos en que ambos eran estudiantes, la profesora de psicología Christine Blasey Ford, que le ha acusado de abusos hace ahora 36 años, un tema espinoso y al que la sociedad estadounidense es especialmente sensible. Unas acusaciones, lanzadas bajo la supervisión de la senadora demócrata Diane Feinstein, que han dado lugar a una comisión de investigación, con declaraciones de numerosos testigos e incluso con intervención del FBI, que ha mantenido en vilo al mundo entero durante varias semanas. El trato que los políticos demócratas y la prensa ha dado a Kavanaugh demuestra que la presunción de inocencia y la obligación de aportar pruebas, también en este tipo de acusaciones, es algo que una gran parte de la izquierda considera obsoleto. Finalmente ningún testigo ha confirmado la versión de la acusadora, que se ha ido derrumbando. Pero la guerra sucia no se ha detenido aquí: la campaña de insultos a la esposa de Kavanaugh o la publicación de la dirección del domicilio del juez desde un ordenador del Congreso, han llevado la disputa hasta extremos desconocidos. La cuerda se ha tensado como nunca, hasta unos niveles que habrían hecho tirar la toalla probablemente a cualquier otro presidente estadounidense… pero no a Trump, encantado de lidiar con este tipo de situaciones extremas y que no ha dado su brazo a torcer en una de las cuestiones que fueron clave para su victoria electoral: su compromiso de nominar jueces pro vida para el Supremo. Con la llegada de Kavanaugh no sólo existe una mayoría «conservadora» en el Tribunal Supremo (cinco jueces sobre nueve), sino que también hay mayoría católica: John G. Roberts, Clarence Thomas, Samuel A. Alito y Kavanaugh son todos católicos y todos ellos han sido nominados por presidentes protestantes (por el episcopaliano George W. H. Bush, el metodista George W. Bush Jr. y el presbiteriano Donald Trump). Queda por ver cuál será el impacto de este nombramiento. Durante las últimas décadas los tribunales norteamericanos han sido utilizados por quienes querían transformar la fisonomía del país para conseguir los cambios que no podían impulsar en el Congreso: desde el aborto hasta el matrimonio entre personas del mismo sexo, han sido los jueces quienes han violentado la legislación y han aprobado directamente estas medidas. Por el momento, esta vía parece ahora cerrada.
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