Jair Bolsonaro, el candidato de la derecha de Brasil, ha ganado las elecciones presidenciales con el 55.2% de los votos, contra el 44.8% de su rival, Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores, sucesor de Dilma Rousseff y de Lula da Silva.
El nuevo presidente, que comenzó su carrera política sin el apoyo de ninguno de los grandes partidos políticos tradicionales, es un antiguo militar que nunca se ha arrepentido de apoyar a la dictadura militar que acabó en 1985 y que, un poco al estilo de Trump, es conocido por sus declaraciones políticamente incorrectas. Un candidato con pocas opciones de alzarse con la victoria en condiciones normales, pero que ha sido visto por la mayoría de los brasileños como la última y arriesgada oportunidad para sacar al país del marasmo de corrupción, inseguridad y crisis al que le han abocado los recientes gobiernos.
El modelo del Partido de los Trabajadores, el socialismo populista, impulsa, por ejemplo, las expropiaciones, y se apoya en el atractivo de un líder carismático, en el caso brasileño, Lula. Este modelo ha fracasado por completo y, de hecho, no se puede entender la victoria de Bolsonaro sino como una reacción al socialismo populista de Lula. Mientras la economía creció, la situación no explotó, pero cuando la caída del precio de algunas materias primas que Brasil exporta, en 2011, frenó la economía, la crisis estalló, erosionando gradualmente la confianza en el PT y dejando ver algo de la inmensa corrupción. La sucesora de Lula, Rousseff, intentó sobrevivir políticamente con tipos de cambio artificialmente bajos y un importante aumento del gasto público. El resultado fue una mayor inflación, el colapso del poder de compra, menos crecimiento y más desempleo. En este contexto, las actividades criminales se dispararon: el año pasado se registraron en Brasil 64.000 asesinatos, un promedio de 175 por día. Además, el sistema de pensiones afronta una crisis sin precedentes. Pero lo que desencadenó la crisis que ha llevado a Bolsonaro hasta la presidencia fue la investigación de sobornos de Petrobras, la operación «Lava Jato», que expuso en todo su alcance la corrupción de los dirigentes del PT y llevó a la condena a Lula a doce años de prisión.
Jair Bolsonaro proviene de una familia de clase media de emigrantes italianos católicos y, tras su paso por el ejército, fue alcalde de Rio de Janeiro. Uno de sus grandes apoyos han sido los siempre crecientes protestantes evangélicos, que ya constituyen en torno al 30% de la población de Brasil. Su mensaje contundente de lucha contra la criminalidad, de defensa de la vida y de rechazo a las tesis homosexualistas le han granjeado una gran popularidad entre los evangélicos (que crecen con especial intensidad en las zonas más pobres y por ello más golpeadas por la inseguridad) y también entre muchos católicos. No así entre la mayoría de obispos brasileños, como refleja la nota de la Conferencia Episcopal que mostraba preocupación ante un candidato «que promueve la violencia» (Bolsonaro aboga no sólo por dotar de más fondos a la policía, sino también por ampliar el derecho a portar armas). Por el contrario, fueron varios los obispos quienes se posicionaron a favor del candidato del Partido de los Trabajadores, Haddad, continuador de la vinculación entre la Iglesia y los sindicatos ligados al PT. Un dato que ayuda a comprender cómo Brasil, el país con mayor número de católicos del mundo (172 millones), es también uno de los que los pierde a mayor velocidad: 10 millones menos sólo de 2014 a día de hoy.
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