El papa Francisco firmó los decretos de reconocimiento del martirio con los que se beatificará a ocho seminaristas y un sacerdote del Seminario de Oviedo fusilados en 1934, así como al médico catalán Mariano Mullerat Soldevila, asesinado en 1936 durante la Guerra Civil española
Los nueve seminaristas asturianos son: Ángel Cuartas Cristóbal; Gonzalo Zurro Fanjul; José María Fernández Martínez; Sixto Alonso Hevia; Manuel Olay Colunga; Luis Prado García; Juan José Castañón Fernández; Jesús Prieto López y Mariano Suárez Fernández, fusilados el 7 de octubre de 1934, durante la llamada revolución de Asturias y el ataque al convento de Santo Domingo y el Palacio Arzobispal.. El mayor tenía 25 años; el más joven, 18.
Mariano Mullerat i Soldevila, padre de familia mártir
La hoja diocesana de Barcelona publicó en 1942 una breve reseña de su vida. Cristiandad la recogía en el número 799-800. Con ocasión de la aprobación del decreto de beatificación volvemos a reproducirla con objeto de dar a conocer la vida tan ejemplar que llevó este laico mártir.
Nació el 24 de marzo de 1897 en Santa Coloma de Queralt, de padres religiosísimos y quedó huérfano de madre a sus pocos años. Pasado a Barcelona a estudiar Medicina, se afilió a la Agrupación Escolar Tradicionalista, tomando parte en una serie de actos públicos. Joven decidido y entero, actuaba en todas partes y en cualquier sitio; supo contestar con brío y enérgicamente al Dr. Fuset cuando éste, en plena cátedra, negó la virginidad de la Inmaculada. Con la protesta del joven, se señalaron dos opiniones, sobreviniendo la pelea y resultando herido el joven defensor del dogma.
Concluida la carrera de Medicina con las más brillantes calificaciones, se estableció en Arbeca (Lérida), en donde casó al poco tiempo, formando una familia cristiana, que nunca se sentó en la mesa sin bendecirla, rezando en común también diariamente el Santo Rosario, que siempre dirigía. Comulgaba frecuentemente: su casa era como un santuario donde se rogaba, daba gracias a Dios y socorría al menesteroso. Hizo ejercicios espirituales varias veces, siendo presidente de dicho organismo parroquial, perteneciendo también a varias cofradías. Procurando también que sus enfermos graves recibiesen los últimos sacramentos y no despreciaba ocasión para infiltrar la buena prensa. ¡Cuán satisfecho quedaba cuando había podido arrancar un periódico malo o indiferente en religión, y podía hacer leer en su lugar el periódico católico!
Ejerció el cargo de alcalde siete años, haciendo cambiar la fisonomía moral y material de Arbeca. Durante su ejercicio persiguió la blasfemia, entronizó el Sagrado Corazón de Jesús en el Ayuntamiento, asistiendo al frente de éste a las solemnidades religiosas; hizo refundir las campanas de la torre de la Parroquial, defendió enérgicamente a los ministros del Señor de las mofas de la gente perversa.
Hallándose enfermo de gravedad su padre, voló a su lado, prodigándole toda clase de cuidados, ayudándole a bien morir. «Padre, ¿queréis ir al Cielo?», le preguntaba, al objeto de que se diera cuenta del próximo traspaso, rezándole con celo y fervor las preces de la recomendación del alma y las jaculatorias más piadosas. Según expresión del Rdo. Dr. Carreras, sacerdote de Zaragoza: «Más que un hijo, parecía un sacerdote; más que un médico de dolencias corporales, parecía un médico de dolencias espirituales. Verdaderamente, tenía alma de misionero».
Estallada la Guerra Civil, se superó para salvar y ayudar a las H.H. Dominicas de allí, interesándose, también, por medio de sus amistades médicas, por las H.H. hijas de Arbeca residentes en otras localidades, al objeto de prestarles toda ayuda, y al circular por la villa la noticia de que el primer hombre de derechas que sería asesinado sería él, manifestó varias veces a sus familiares que él estaba dispuesto a sufrir todo por la religión y que estaba preparado para comparecer ante el tribunal de Dios en todo momento, que perdonaba a sus futuros asesinos y que ansiaba la suerte de morir gritando «¡Viva Cristo Rey!». Desde aquel día, antes de salir de su domicilio, ante un crucifijo y en compañía de una cuñada, religiosa dominica, rezaba la oración para la buena muerte.
En la madrugada del 13 de agosto de 1936, fue detenido en su casa por la horda roja y, al despedirse de sus familiares, el último beso que dio fue a la citada imagen del Santo Cristo, indulgenciada para la hora de la muerte. Subido a un camión junto con otros cinco afortunados compañeros todos fueron maltratados bárbaramente, y D. Mariano, presintiendo que iban a ser asesinados, les dijo: «Recemos a Dios que las horas de nuestra vida están contadas», rezando todos el acto de contrición.
Montado en el camión, bueno como era, se acordó de sus enfermos queridos, y allí mismo escribió los nombres de los mismos que aquellos días visitaba, pidiendo a uno de los que les custodiaban hiciese llegar aquella lista a manos de su amigo el médico Dr. Galcerán, para que sus enfermos no quedasen abandonados: mostrando con ello la gran serenidad y la excelsa caridad de que siempre estaba poseído. Como manifestación heroica de su dedicación cristiana al enfermo, está el hecho de que a uno de los milicianos se le disparó el arma y se hirió. El Dr. Mullerat, que siempre llevaba el instrumental médico y el material de primera necesidad encima, tuvo el gesto de curar a aquel verdugo al instante.
Se puso en marcha el camión y sin formación de causa ni proceso en el kilómetro 3 de la carretera de Borges Blanques fue asesinado junto con sus compañeros. El grupo de asesinos lo formaban unas setenta personas, y como alguna de las víctimas aún no había fallecido los rociaron a todos con gasolina, siendo quemados sus cuerpos. Antes de bajar del camión exhortó nuevamente a sus compañeros a rezar el acto de contrición y a perdonar a sus verdugos. Un día después del martirio, un vecino acudió a Dolores, su esposa, informándola que las últimas palabras que había pronunciado su marido fueron: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
Francesc A. Picas en su blog de Hispanya mártir nos daba algún detalle más de su muerte «Fue detenido en su mismo pueblo. El 13 de agosto del 36, junto con otros cinco arbequinenses, el comité rojo los hizo subir a un camión camino del martirio. Inesperadamente una madre de familia con grandes gritos y lloros se acercó al camión y pidió a los del comité que diese libertad al doctor Mullerat para visitar a un hijo suyo que estaba gravemente enfermo. El comité creyó que era una estratagema y la sacó con malas maneras de allí. Entonces el doctor Mullerat, que conocía aquella familia, con una gran serenidad, desde el camión, se dirigió a aquella madre angustiada y le dijo: “No llores. Tu hijo no morirá”. Se sacó una libreta y escribió una receta. “Dale este medicamento a tu hijo –dijo el médico- y reza, que Dios te ayudará.”»
Pasadas una horas, mientras el doctor Mullerat y sus paisanos de Arbeca eran asesinados y sus restos quemados, en un hogar humilde, un jovencito recobraba la salud y era testigo de que Dios bendice a los pueblos mediante los mártires de la fe».
Damos gracias a Dios por los avances de esta causa que nos llevará a una nueva beatificación de mártires españoles a los que les encomendamos la renovación espiritual de Cataluña y España.