Amnistía internacional ha publicado su informe anual sobre la pena capital en el mundo. Las ejecuciones en 2017, que han caído por debajo de las mil hasta colocarse en 993, un 4 % menos que en 2016, se reparten entre 23 estados. Llama la atención, a la luz de los datos contenidos en el informe, la escasa importancia de los Estados Unidos en este ranking (dos decenas de ejecutados), a pesar de que si atendemos a los medios de comunicación uno puede llegar a creer que la pena de muerte es casi exclusivamente un problema norteamericano.
Es también interesante señalar la falta de garantías procesales en la mayoría de los países donde se aplica la pena de muerte. Como señala el propio informe, «en la mayor parte de los países en los que personas han sido condenadas o ejecutadas, se ha llegado a una sentencia de pena de muerte después de procesos judiciales que no están en línea con los estándares internacionales sobre un proceso justo». En diversos países, incluidos Arabia Saudí, Bahréin, China, Irán e Iraq, algunas incriminaciones y sentencias capitales se han basado en «confesiones» conseguidas bajo tortura o con otros maltratos: en Irán e Iraq algunas han sido transmitidas por televisión antes de que tuviera lugar el proceso, con ulteriores violaciones del derecho de los imputados a la presunción de inocencia.
Del total de ejecuciones, Irán es responsable de más de la mitad, 507 ejecuciones, un 51 %. Si le sumamos las realizadas en Arabia Saudí, Iraq y Paquistán, alcanzamos el 84 % de todas las sentencias de pena de muerte. Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Jordania y Kuwait, que llevaban años sin aplicar la pena capital, la han retomado este año.
Claro que estos datos tienen trampa: recogen solamente las ejecuciones en los países que hacen públicos estos datos, pero no las que suceden en China, Corea del Norte y Vietnam, donde se consideran un secreto de estado y que Amnistía Internacional estima en varios millares. En el caso de China, se calcula que las ejecuciones en aquel país superan el total de las realizadas en todos los países que las hacen públicas, lo que le convierte en el país donde más personas son ejecutadas. China aplica la pena de muerte para los culpables de 46 delitos, pero el motivo por el que se niega a hacer públicos estos datos no son sólo las elevadísimas cifras, sino también porque la pena de muerte se utiliza para eliminar a los disidentes, a los calificados como contrarrevolucionarios y a los miembros de ciertas minorías étnicas o religiosas. Además, las ejecuciones capitales son una de las fuentes principales de órganos para trasplantes, un próspero comercio para una China que algunos insisten, contra toda evidencia, en presentar como modelo de aplicación de la doctrina social de la Iglesia.
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