La noticia nos sorprendió por lo inusual de la misma: el Santo Sepulcro, el lugar más sagrado para los cristianos, cerrado por los responsables del mismo en protesta por una serie de medidas legales y fiscales propuestas por las autoridades de Israel y consideradas como un «ataque contra la presencia cristiana en Tierra Santa». Una medida sin precedentes que puso de acuerdo a católicos, greco-ortodoxos y armenios y que ha mantenido el Santo Sepulcro cerrado durante tres días, hasta el anuncio del presidente israelí, Benjamín Netanyahu, de la suspensión de las medidas que habían provocado el conflicto.
En concreto, han sido dos las medidas que han generado este importante conflicto. Por un lado la propuesta del alcalde de Jerusalén, Nir Barkat, de obligar a las iglesias cristianas a pagar impuestos por sus bienes inmuebles que no sean lugares de culto. Israel tiene un impuesto conocido como arnona que se remonta a los días del Mandato Británico de Palestina. Lo recauda el municipio en base a los metros cuadrados de vivienda o negocio. Las tasas específicas varían ampliamente entre los municipios, aunque precisamente Jerusalén es de los que tiene una de las más altas del país. El problema reside en que las iglesias cristianas son el segundo mayor propietario de territorio en Israel, incluyendo un 20% de la ciudad de Jerusalén. Entre estas propiedades, además de los lugares de culto, se encuentran numerosos inmuebles que la propuesta de la alcaldía jerosolimitana considera «comerciales»: albergues de peregrinos, hoteles o edificios de oficinas y centros comerciales. Todos ellos generan unos ingresos que son vitales para la supervivencia de la presencia cristiana en Tierra Santa, muy costosa y sometida siempre a numerosas presiones.
La otra medida polémica ha sido la propuesta de ley del Gobierno que pretende expropiar terrenos en Jerusalén vendidos principalmente por la Iglesia ortodoxa desde 2010 a compradores anónimos.
Las medidas, algunas de las cuales podrían incluso argumentarse aisladamente, han sido consideradas por los cristianos como una vuelta de tuerca más en un proceso de asfixia que arrincona la presencia cristiana en Tierra Santa desde hace años. Aunque el Estado de Israel está compuesto por israelíes judíos y árabes (los árabes israelíes suponen el 19% del total de la población, y de éstos el 83% son musulmanes sunitas, el 8,5% cristianos y el 8,3% drusos), la evolución demográfica ha supuesto un crecimiento de la población árabe que es vista con recelo y preocupación por numerosos israelíes judíos. De hecho, para mantener vivo a Israel, sostienen algunos importantes políticos, es necesario preservar el carácter mayoritariamente judío del Estado de Israel. La disminución relativa de la población judía debida a las diferentes tasas de fecundidad de ambas comunidades se ha podido compensar hasta ahora gracias a la afluencia de judíos de otros lugares del mundo hacia Israel, especialmente los provenientes de la antigua Unión Soviética, pero se hace cada vez más difícil e improbable continuar con este fenómeno compensatorio en los niveles necesarios. En este contexto, las presiones para crear un clima desfavorable a los no judíos, entre los que se incluyen los cristianos, en su gran mayoría árabes, han ido creciendo lentamente. El golpe en la mesa que ha supuesto el cierre del Santo Sepulcro y la rectificación de Netanyahu son una pequeña victoria de los cristianos, a menudo aprisionados entre dos fuegos pero que siguen siendo un elemento clave y una presencia milenaria y esencial en Tierra Santa.
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