La gozosa veneración otorgada a la Madre de Dios por la Iglesia en los tiempos actuales, a la luz de la reflexión sobre el misterio de Cristo y su naturaleza propia, no podía olvidar la figura de aquella Mujer, la Virgen María, que es Madre de Cristo y, a la vez, Madre de la Iglesia».
Con estas palabras se inicia el decreto publicado por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos el pasado 11 de febrero de 2018 en el que el papa Francisco ordena la celebración y la inscripción de la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia en el calendario romano general el lunes después de Pentecostés.
Sin embargo, esta veneración de María como Madre de la Iglesia no es nueva, sino que ha estado presente en el sentir eclesial desde hace muchos siglos, como recuerda el mencionado decreto citando a san Agustín y a san León Magno. Pero no será hasta el siglo xx y como fruto del Concilio Vaticano II cuando esta devoción se ha extendido a todo el pueblo cristiano. Por este motivo la Sede Apostólica, especialmente después de haber propuesto una misa votiva en honor de la bienaventurada María, Madre de la Iglesia, con ocasión del Año Santo de la Redención (1975), incluida posteriormente en el Misal romano, concedió también la facultad de añadir la invocación de este título en las Letanías lauretanas (1980), publicó otros formularios en el compendio de las misas de la bienaventurada Virgen María (1986) y concedió añadir esta celebración en el calendario particular de algunas naciones, diócesis y familias religiosas que lo pedían.
Ahora, al extender esta fiesta a toda la Iglesia, el Santo Padre ha querido proveer también a las necesidades de los tiempos presentes porque, como los documentos históricos demuestran –y recordaba Pío XI al instituir la fiesta de Cristo Rey– las festividades en la Iglesia «fueron instituidas una tras otra en el transcurso de los siglos, conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la fe, o algún beneficio de la divina bondad».
En nuestra época, tan violentamente sacudida por la ideología de género y en la que la Iglesia está sufriendo tan dura persecución por su fidelidad al mensaje salvador de Cristo, el Sumo Pontífice nos presenta la función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano como el medio providencial para «el crecimiento de la vida cristiana, fundamentado en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico y en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos».
Y qué mejor modo de hacerlo que instituyendo esta nueva fiesta porque, como ya advertía Pío XI, «para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucha más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio».
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