Afirmaba Francisco Canals que al removerse, teórica y prácticamente, la idea cristiana del hombre –imagen de Dios, llamado a la filiación divina–, el término amor ha venido a perder su sentido y el mismo hombre, inmerso en lo público y anónimo, se siente solo. Y advertía en el año 1970: «estamos ante la primera promoción, probablemente, que no se siente ya amparada en su vida por la mirada paterna de un Dios personal; y a la que ha faltado, más que a ninguna de las anteriores, la vigilante “represión” del amoroso mirar de sus padres».
La estremecedora tragedia del «hombre al que nadie mira» parece que se está haciendo realidad, y no sólo entre la gente mayor, que por su edad va perdiendo los lazos sociales, sino también entre los jóvenes (en 2010 la Fundación para la Salud Mental del Reino Unido comprobó que la soledad era una preocupación mayor para las personas de 18 a 34 años que para los mayores de 55 y un censo realizado por Viceland UK en 2016 reveló que para el 42% de los encuestados el mayor miedo era terminar solos).
Este fenómeno de la soledad, que podría parecer sorprendente en un mundo invadido por las «redes sociales», ha llegado ya a caracterizarse como «epidemia», convirtiéndose en un problema de salud pública que afecta a numerosos países de Occidente. El Reino Unido ha sido el primero en tomar decisiones a nivel político para paliarlo, creando un «ministerio de la soledad» que contará con un secretario de Estado (ministro) en el gabinete británico.
Sin embargo, el poder político, sordo a los consejos de la Iglesia, busca soluciones sin querer reconocer las verdaderas causas del problema: la crisis de la familia, Iglesia doméstica. Es más, desde todos los niveles de la política (local, nacional e internacional) se fomentan modelos de comportamiento abiertamente contrarios a los posibles remedios de este mal: divorcio, promiscuidad, aborto, anticoncepción, pornografía, homosexualidad, eutanasia, deconstrucción de la identidad sexual, perversión del lenguaje, sexualización de los niños a través de la educación, etc.
Y es que en una sociedad inmersa en lo que se ha llamado la «revolución sexual global», muchos hombres están ya incapacitados para ver la solución del problema (santo Tomás advertía que la lujuria provoca la ceguera de la mente) mientras que otros, quizás más conscientes pero pertinaces en su soberbia contra Dios, no permiten que los que disponen del remedio lo apliquen convenientemente.
Porque ya en 1925, al instituir la fiesta de Cristo Rey, advertía Pío XI de todos estos amarguísimos frutos que estamos viviendo, males producidos por el alejarse de Cristo los individuos y las naciones. Y proclamaba a todos los que quisieran escuchar le: «¡Qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejaran gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre».