El Concilio sabe que los esposos, al ordenar armoniosamente su vida conyugal, con frecuencia se encuentran impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al menos por cierto tiempo, no puede aumentarse, y el cultivo del amor fiel y la plena intimidad de vida tienen sus dificultades para mantenerse. Cuando la intimidad conyugal se interrumpe, puede no raras veces correr riesgos la fidelidad y quedar comprometido el bien de la prole, porque entonces la educación de los hijos y la fortaleza necesaria para aceptar los que vengan quedan en peligro.
Hay quienes se atreven a dar soluciones inmorales a estos problemas; más aún, ni siquiera retroceden ante el homicidio; la Iglesia, sin embargo, recuerda que no puede haber contradicción verdadera entre las leyes divinas de la transmisión obligatoria de la vida y del fomento del genuino amor conyugal.
Pues Dios, Señor de la vida, ha confiado a los hombres la insigne misión de conservar la vida, misión que ha de llevarse a cabo de modo digno del hombre. Por tanto, la vida desde su concepción ha de ser salvaguardada con el máximo cuidado; el aborto y el infanticidio son crímenes abominables. La índole sexual del hombre y la facultad generativa humana superan admirablemente lo que de esto existe en los grados inferiores de vida; por tanto, los mismos actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana, deben ser respetados con gran reverencia. Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal. No es lícito a los hijos de la Iglesia, fundados en estos principios, ir por caminos que el Magisterio, al explicar la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad.
Tengan todos entendido que la vida de los hombres y la misión de transmitirla no se limita a este mundo, ni puede ser conmensurada y entendida a este solo nivel, sino que siempre mira el destino eterno de los hombres.
Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 47 y 51