Cuando la Revolución quiso privar a los vandeanos de sus sacerdotes, todo un pueblo se sublevó. ¡Ante los cañones, estos pobres sólo tenían sus bastones! ¡Frente a los fusiles, sólo poseían sus hoces! ¡Frente al odio de las columnas infernales, sólo presentaban su rosario, su oración y el Sagrado Corazón bordado en su pecho!
Pero Dios estaba allí. ¡Su poder se reveló en la debilidad! La historia –la verdadera historia– sabe que en el fondo los campesinos vandeanos triunfaron. Con su sacrificio impidieron que la mentira de la ideología se erigiera en maestra. Gracias a los vandeanos, la Revolución ha tenido que quitarse la máscara y revelar su rostro de odio hacia Dios y hacia la fe. Gracias a los vandeanos, los sacerdotes no se convirtieron en los esclavos serviles de un estado totalitario y pudieron ser los servidores libres de Cristo y de la Iglesia.
Los vandeanos oyeron la llamada que Cristo nos lanza en el Evangelio de hoy: «¡Confiad! ¡Soy yo, no temáis!» Cuando rugía la tempestad, cuando la barca hacía aguas por todas partes, no tuvieron miedo…tan seguros estaban de que, más allá de la muerte, el Corazón de Jesús sería su única patria.
Hermanos míos, los cristianos necesitamos ese espíritu de los vandeanos. ¡Necesitamos ese ejemplo! ¡Como ellos, tenemos que abandonar nuestros campos y cosechas, dejar sus surcos, para combatir no por intereses humanos, sino por Dios!
¿Quién se levantará hoy por Dios? ¿Quién se enfrentará a los modernos perseguidores de la Iglesia? ¿Quién tendrá el coraje de levantarse sin otras armas que el rosario y el Sagrado Corazón, para enfrentarse a las columnas de la muerte de nuestro tiempo que son el relativismo, el indiferentismo y el desprecio de Dios? ¿Quién dirá a este mundo que la única libertad por la que merece la pena morir es la libertad de creer?
Las almas de estos mártires nos rodean en este lugar. ¿Qué nos dicen? ¿Qué quieren transmitirnos? Para empezar, su coraje. Cuando se trata de Dios no hay otro compromiso, ¡el honor de Dios no se disputa! Y ello debe empezar por nuestra vida personal, de oración y de adoración. Es tiempo, hermanos míos, de rebelarnos contra el ateísmo práctico que asfixia nuestras vidas. ¡Oremos en familia, pongamos a Dios en primer lugar! ¡Una familia que reza es una familia que vive! ¡Un cristiano que no reza, que no sabe dejar sitio a Dios a través del silencio y la adoración, acaba muriendo!
Homilía del cardenal Sarah, Le Puy du Fou, 12 de agosto de 2017