Homilías sobre la pecadora
El amor de Dios sale al encuentro de los pecadores, es proclamado a nosotros por una mujer pecadora. Pues llamando a ella, es a toda nuestra raza a quien Cristo invita al amor; y en su persona, son todos los pecadores los que atrae a su perdón. Él habla a ella sola; pero Él convida a su gracia a la creación entera…
¿Qué no será tocado por la misericordia de Cristo, Él que, por salvar a una pecadora, acepta la invitación de un fariseo? A causa de ésta, hambrienta de perdón, Él mismo quiere tener hambre en la mesa de Simón el fariseo, entonces, bajo la apariencia de una mesa de pan, Él había preparado a la pecadora una mesa de arrepentimiento…
A fin de que sea así por ti, toma conciencia que tu pecado es grande, pero desesperar de tu perdón cuando tu pecado te parece muy grande, es blasfemar contra Dios y hacerte daño a ti mismo. Pues si Él ha prometido perdonar tus pecados sea cual sea su nombre, ¿vas tú a decirle que no puedes creer y declararle: «Mi pecado es muy grande para que tú lo perdones. Tú no puedes curarme de mis males»? Allí, párate y grita con el profeta: «Yo he pecado contra ti, Señor» (Sal 50, 6). Inmediatamente te responderá: «Yo he pasado por encima de tu falta, no morirás». A Él la gloria por todos nosotros, en los siglos. (Autor anónimo de Siria, Homilía sobre la pecadora).
Convertirse es descubrir la misericordia de Dios
Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que «Dios amó tanto… que le dio su Hijo unigénito», (Jn 3,16) Dios que «es amor» (Jn 4,8) no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Ésta corresponde no sólo con la verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del mundo que es su patria temporal… Por tanto, la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno (Cf 1Cor 13,4) a medida del Creador y Padre: el amor, al que «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Cf 2Cor 1,3) es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del «reencuentro» de este Padre, rico en misericordia (Ef 2,4).
El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo «ven» así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. (Juan Pablo II, carta encíclica Dives in misericordia n.13)