El pasado 22 de mayo tuvo lugar en Irlanda un referéndum para decidir si se modificaba la Constitución del país para considerar como matrimonio las uniones de personas del mismo sexo. El resultado fue de victoria del sí, que obtuvo un 62% de los votos frente al 38% de los votantes que se pronunciaron en contra. De este modo Irlanda ha sido el primer país en legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo en un referéndum, lo que en palabras del secretario de Estado del Vaticano, Mons. Parolin, supone una «derrota para la humanidad».
La victoria del sí, no obstante, prometía ser incluso más holgada si consideramos que unos pocos meses antes del referéndum las encuestas daban sólo un 17% de intención de voto a los partidarios del no. Y es que la presión de todas las estructuras del Estado en favor del «matrimonio» homosexual ha sido aplastante: todos, absolutamente todos los partidos políticos, incluido el democratacristiano Fianna Fail, se pronunciaron categóricamente a favor de la legalización. Sólo cuatro senadores osaron pronunciarse en contra, tres independientes y Jim Walsh, miembro del citado Fianna Fail, que ha sido expulsado de su partido a raíz de este posicionamiento. Todos los grandes medios de comunicación, los sindicatos e incluso las administraciones públicas (que pidieron públicamente a las empresas con las que trabajan su apoyo a la campaña del sí) se volcó a favor del cambio en la Constitución, tildando a los opositores de energúmenos repletos de odio. La Asociación de psicólogos de Irlanda, por ejemplo, equiparó las razones de los partidarios del no a las de los defensores de la tortura y el The Irish Times pidió la creación de un organismo de control contra la homofobia, una especie de moderna inquisición estatal contra aquellos que nos resistimos a aceptar la ideología de género. A este escenario se sumaron ingentes cantidades de dinero, millones y millones de dólares, provenientes principalmente de poderosas organizaciones homosexualistas de los Estados Unidos, con el fin de asegurar que la «católica» Irlanda caía en sus redes.
No obstante, lo cierto es que, más allá de su peso simbólico y del paso que significa en la aceptación social del homosexualismo y la ideología de género, en el referéndum los irlandeses «decidían» sobre algo que ya estaba decidido. En efecto, en Irlanda primero se introdujeron las uniones civiles entre personas del mismo sexo en 2010 por casi unanimidad parlamentaria, para después establecer que quienes entraban en esas uniones civiles tenían derecho a adoptar niños (en realidad se «fabrican» y son vendidos a las parejas homosexuales), por lo que de hecho la diferencia entre esas uniones y el matrimonio era meramente nominal. Esta introducción de la adopción en las uniones civiles se realizó en tiempo récord: en enero de este año se presentaba la nueva ley, que era aprobada en el Congreso en febrero y en el Senado en marzo, promulgándose el 6 de abril de 2015; desmontando así uno de los principales argumentos de los contrarios al matrimonio homosexual y vaciando de sentido el referéndum (falto de tiempo, el gobierno anunció una próxima ley que facilitará la compraventa de niños a través de vientres de alquiler, aclarando que el resultado del referéndum no iba a modificarla en lo más mínimo). Ahora los irlandeses han podido votar sobre un nombre, algo sin duda relevante, pero que no iba a afectar a una realidad previamente impuesta. Teniendo en cuenta que el aspecto que más rechazo provoca en la redefinición de matrimonio es precisamente el acceso a la adopción por parte de estas parejas, negando al niño el derecho a tener un padre y una madre, y que esta cuestión ya estaba fijada previamente, podemos entender cómo, en realidad, el referendúm estaba trucado.
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No es ninguna sorpresa: eso de la libertad de expresión es según qué digas. Los ejemplos son numerosísimos. Ciertas afirmaciones quedan protegidas por el recurso a la «libertad de expresión», mientras que otras quedan fuera de su protección; y...