Seguimos en Sevilla. A pesar de las malas impresiones iniciales, Sevilla tendrá convento de Descalzas.
La adquisición de los edificios de cada uno de los monasterios, en el libro de las Fundaciones, se convierte en un mirador privilegiado para observar las inquietudes, cavilaciones, preocupaciones, temores –«¡Oh Jesús!, ¡qué de ellos he pasado al tomar de las posesiones!»– (Libro de las Fundaciones cap 24.8) y, a la vez, su perspicacia, su dinamismo, los entresijos de la sociedad de su tiempo (admirable visión panorámica), las personas buenas que apoyan su obra; y, cómo no, el comportamiento de las gentes adversas o por intereses desmedidos (subir el precio ante el interés de la demanda, por codicia), o por desconsideradas soberbias (por ejemplo la princesa de Éboli) o por oposiciones doctrinales los calzados) o por envidias o por desconfianzas y recelos menores como es el caso de los frailes que aparecen en el fragmento. Son los hilos que maneja el maligno para hacer fracasar el proyecto.
Sin duda, en todo, «Dios proveerá». Aquí un buen sacerdote les ayuda lo que puede y les viene a decir misa cada mañana a pesar de estar su casa lejos y del agobio «de los muchos soles». ¿Quién proveerá la casa para el nuevo monasterio? Dios se las va arreglando. Necesitan seis mil ducados, una cantidad considerable en aquel tiempo. Aparece Lorenzo, entusiasta de las obras de su hermana Teresa. Acaba de regresar del Perú con abundante fortuna. Aunque su intervención también se complicará con enredos judiciales y administrativos.
El aval existe y el dinero está dispuesto. ¿Qué casa comprar? Hay una; sólo falta firmar las escrituras. Menos mal, en el último momento el vendedor se echa atrás. Qué alivio. Teresa que nunca quiere faltar a la palabra dada, se da cuenta de que sólo compra el solar y una ruina tal que ni en toda la vida de las monjas y además sin dinero, la restaurarían. Pero Dios por medio. De buenas a primeras el acuerdo se viene abajo; de nuevo a buscar casa.
Lorenzo y el sacerdote Garciálvarez, ya le han echado el ojo a otra. La visitan. Esa es, no hay duda. Ahí están dinero y escrituras. Nuevos inconvenientes: los que habitan en ella, no quieren irse; y los vecinos, un convento de frailes, rechazan tan novedosa vecindad. Un mes y sin ocupar el nuevo monasterio. No hay más opción: entrar como sea en la casa, de noche y sigilosamente. Y así comenzó la nueva vida monástica, seguro que santa Teresa pensaría «con todas las de la ley» aunque a las monjitas, aquella primera noche, las sombras les parecían fantasmales amenazas.
Señoreándolo todo aparece la presencia providente de Dios que ampara y tranquiliza a Teresa llenándola de esperanza: «me dijo: ya os he oído; déjame a mí». Dios mismo les asegura que está al tanto de todo, que ha escuchado sus peticiones y que le dejen actuar.
No puedo menos que emocionarme al contemplar un Dios tan metido en los asuntos de los hombres, en el día a día de nuestros afanes e inquietudes. Es sobrecogedor que nuestro Dios sea tan acogedor y cercano. Le habla a Teresa como un padre a su hijo; con total confianza le trata de tú y en un tono absolutamente coloquial. Un Dios próximo y sin embargo tan respetuoso de nuestra libertad.
Teresa tiene la certeza de Dios, pero no da un paso sin la Iglesia: sólo actúa cuando sus directores espirituales o la autoridad de la Iglesia le dan vía libre.
«Estando un día en oración, pidiendo a Dios, pues eran sus esposas y le tenían tanto deseo de contentar, les diese casa, me dijo: ya os he oído; déjame a mí. Yo quedé muy contenta, pareciéndome la tenía ya, y así fue, y librónos Su Majestad de comprar una que contentaba a todos por estar en buen puesto, y era tan vieja y malo lo que tenía, que se compraba sólo el sitio en poco menos que la que ahora tienen; y estando ya concertada, que no faltaba sino hacer las escrituras, yo no estaba nada contenta. Parecíame que no venía esto con la postrera palabra que había entendido en la oración; porque era aquella palabra, a lo que me pareció, señal de darnos buena casa; y así fue servido que el mismo que la vendía, con ganar mucho en ello, puso inconveniente para hacer las escrituras cuando había quedado; y pudimos, sin hacer ninguna falta, salirnos del concierto, que fue harta merced de nuestro Señor. Porque en toda la vida de las que estaban se acabara de labrar la casa, y tuvieran harto trabajo y poco con qué.
»Mucha parte fue un siervo de Dios, que casi desde luego que fuimos allí, como supo que no teníamos misa, cada día nos la iba a decir, con tener harto lejos su casa y hacer grandísimos soles. Llámase Garciálvarez, persona muy de bien y tenida en la ciudad por sus buenas obras, que siempre no entiende en otra cosa; y a tener él mucho, no nos faltara nada. El, como sabía bien la casa, parecíale gran desatino dar tanto por ella, y así cada día nos lo decía, y procuró no se hablase en ella más; y fueron él y mi hermano a ver en la que ahora están. Vinieron tan aficionados, y con razón, y Nuestro Señor que lo quería, que en dos o tres días se hicieron las escrituras.
»6. No se pasó poco en pasarnos a ella, porque quien la tenía no la quería dejar, y los frailes franciscos, como estaban junto, vinieron luego a requerirnos que en ninguna manera nos pasásemos a ella; que a no estar hechas con tanta firmeza las escrituras, alabara yo a Dios que se pudieran deshacer; porque nos vimos a peligro de pagar seis mil ducados que costaba la casa, sin poder entrar en ella. Esto no quisiera la priora, sino que alababa a Dios de que no se pudiesen deshacer; que le daba Su Majestad mucha más fe y ánimo que a mí en lo que tocaba a aquella casa, y en todo le debe tener, que es harto mejor que yo.
»7. Estuvimos más de un mes con esta pena. Ya fue Dios servido que nos pasamos la priora y yo y otras dos monjas una noche, porque no lo entendiesen los frailes hasta tomar la posesión, con harto miedo. Decían los que iban con nosotras, que cuantas sombras veían les parecían frailes. En amaneciendo, dijo el buen Garciálvarez, que iba con nosotros, la primera misa en ella, y así quedamos sin temor».