A medida que pasa el tiempo parece agravarse cada vez más la situación de los cristianos en Oriente Medio. Sin embargo, la prensa escrita, la radio o la televisión apenas se hacen eco de la creciente persecución del Estado Islámico al «Pueblo de la cruz», cometiendo todo tipo de abusos y prácticas inhumanas. El Santo Padre llamaba la atención sobre ello ante el Parlamento Europeo el pasado mes de noviembre: «No podemos olvidar las numerosas injusticias y persecuciones que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y particularmente cristianas, en diversas partes del mundo. Comunidades y personas que son objeto de crueles violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas, crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y cómplice silencio de tantos». Además, a pesar de que en 2014 la persecución contra los cristianos alcanzó niveles históricos, la organización estadounidense Open Doors ya ha advertido que «lo peor aún está por venir».
«Estamos en una gran dificultad. Estamos muriendo». Tal es el grito desgarrador que nos llega desde Siria, donde las poblaciones cristianas, cuya presencia se remonta a la predicación del apóstol Bernabé, san Pablo y san Ignacio de Antioquía, están siendo masacradas por negarse a abjurar de su fe y no aceptar su conversión al islam. Ya no se oyen las campanas en pueblos ancestrales de la llanura de Nínive y no hay prácticamente familias cristianas que no cuenten con algún mártir. El pasado 26 de febrero el avance del Estado Islámico en el noreste del país se cobraba doscientos sesenta nuevos rehenes mientras quemaban iglesias y profanaban las cruces a su paso.
En Irak, también nos encontramos ante una catástrofe, una situación trágica. «Decenas de miles de personas aterrorizadas están siendo expulsadas de sus casas. En el momento en el que hablamos, no podemos describir lo que está ocurriendo», declaraba recientemente el arzobispo caldeo de Kirkuk y Suleimaniya, Mons. Joseph Thomas. En Mosul, por primera vez en dos mil años, no se celebra la Eucaristía.
La reciente decapitación de veintiún cristianos coptos el pasado 16 de febrero, que murieron con el nombre de Jesús en los labios, muestra también la cruda realidad que afrontan diariamente muchos cristianos en Egipto, constantemente insultados, discriminados o amenazados cuando no directamente atacados o asesinados. «Cada día salimos de casa sin saber qué va a pasar», comentaba un católico egipcio.
Y junto al dolor de nuestros hermanos perseguidos nos llegan también testimonios sobrecogedores de su fe, esperanza y caridad. «Nosotros, gracias a Dios, –explicaba el hermano de uno de los cristianos coptos decapitados– estamos muy, muy contentos porque ellos están en el Cielo y perseveraron en la fe de Cristo: porque hemos visto las imágenes: ellos, estando en cautiverio, rezaban… y agradecían a Dios el ser cristianos. Y nosotros, gracias a Dios, estamos completamente seguros de que son mártires; son mártires de Cristo y esto cambia la tristeza en alegría. Vivimos alegría, no tristeza. Prácticamente el mundo entero y todos los cristianos anhelan el martirio. Yo mismo, que soy hermano de ellos, en estos momentos ¡anhelo el martirio! Y no son estas sólo palabras, no son palabras vanas, ¡es palabra firme y segura! Esta palabra permanece junto a Dios y en Dios está el concedernos esto. (…) El martirio no es algo extraño a nosotros. Sucedía ya en el tiempo del Imperio romano y nosotros somos los frutos de su martirio. ¡Esto es una cosa de la que estamos completamente seguros! Nuestra identidad es ser cristianos y, gracias a Dios, nuestra doctrina es la doctrina cristiana, la cual es doctrina cierta y es además pura».
«Hoy conversaba con mi madre –relata también Beshir, hermano de dos de los mártires coptos – preguntándole qué haría si viese a alguien del Estado Islámico en la calle. Me dijo que lo «invitaría a la casa porque nos ha ayudado a entrar al Reino de los Cielos». Estas fueron las palabras de mi madre, que es una mujer no muy instruida de más de sesenta años».
Y una niña iraquí, refugiada en Erbil (Kurdistán iraquí) tras huir con su familia de Qaraqosh, la que fue hasta el año pasado la ciudad cristiana más grande de Irak, se expresaba así ante un reportero que la pregunta por su vida en Qaraqosh: «Solíamos tener una casa en la que estábamos entretenidos y ahora no. Pero gracias a Dios, Él nos protegió. Dios nos ama y no dejó que el Estado Islámico nos matara. [A la gente que nos expulsó] no les haría nada; sólo pido a Dios que les perdone. Yo puedo perdonarlas.»