El papa francisco y la piedad popular
Desde el Renacimiento, han existido en la Iglesia personas que, bien por desconocimiento o por cierta soberbia, han despreciado la religiosidad popular. Procesiones, peregrinaciones a santuarios, veneración de imágenes, bendición de objetos… han sido consideradas, y continúan siéndolo por parte de algunos cristianos, como formas de superstición o beatería, manifestaciones de una fe imperfecta e inmadura, con cuya tenaz pervivencia en todo caso hay que resignarse, como si de un mal menor se tratara. También desde el ámbito protestante se han rechazado estas expresiones de piedad, en aras de una espiritualidad pretendidamente más auténtica y elevada. Sin embargo, la Iglesia siempre ha puesto valorado la piedad popular, que no es otra cosa sino la concreción de la fe en la vida de las personas y de los pueblos, de un modo que hace visible que la Encarnación del Hijo de Dios no es algo ajeno a nuestra historia, sino que la atraviesa e impregna todas las dimensiones de la vida, y evitando la privatización –herética, dice el papa Francisco- de una fe que está llamada a ser vivida en comunidad.
El Santo Padre Francisco, precisamente por su caridad y preocupación hacia los más pobres y descartados de la sociedad, no tuvo escrúpulos en defender en múltiples ocasiones la importancia de la piedad popular. Y es que valorarla y amar a los pobres son dos cosas inseparables, pues en la medida que se desprecia la una, se desprecia a los otros y, por el contrario, el aprecio por las formas de religiosidad que el Espíritu Santo ha inspirado a los sencillos es signo de que se toman en serio las palabras del Señor: «Te doy gracias Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla.» ¡Cuántas veces esta religiosidad de los humildes ha venido al rescate de la ortodoxia y ha sabido reconocer las verdades de la fe mejor que los grandes teólogos! Se necesita una mirada verdaderamente sobrenatural y no mundana de las cosas para saber descubrir en gestos de apariencia humilde la acción de la gracia de Dios, que no deja de hacerse presente en su Iglesia. Muchos documentos del papa Francisco reflejan esta mirada sabia y llena de fe que estamos llamados a compartir.
Un modo de sentirse parte de la Iglesia
«La piedad popular es una senda que lleva a lo esencial si se vive en la Iglesia, en comunión profunda con vuestros Pastores. Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia os quiere. Sed una presencia activa en la comunidad, como células vivas, piedras vivas. Los obispos latinoamericanos han dicho que la piedad popular, de la que sois una expresión es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia» (Documento de Aparecida, 264). ¡Esto es hermoso! (…) Amad a la Iglesia. Dejaos guiar por ella. En las parroquias, en las diócesis, sed un verdadero pulmón de fe y de vida cristiana, aire fresco…». (Homilía del VI Domingo de Pascua, 5 de mayo de 2013)
La fuerza evangelizadora de la piedad popular
En la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un impulso decisivo en ese sentido. Allí explica que la piedad popular «refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer» y que «hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe». Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en América Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de la Iglesia católica» y que en ella «aparece el alma de los pueblos latinoamericanos».
Para entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus pobres. Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).
En la piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado, subyace una fuerza activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería desconocer la obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a alentarla y fortalecerla para profundizar el proceso de inculturación que es una realidad nunca acabada. Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización. (Exhortación apostólica Evangelii Gaudium)
La fe no es un hecho privado
Pensemos en el diácono Felipe, pobre, un día fue llevado [por el Espíritu] a un camino y escuchó a un pagano, siervo de la reina Candace de Etiopía, que leía al profeta Isaías, y no entendía nada. Se acercó: «¿comprendes?» —«No». Y le anunció el Evangelio. Y aquel hombre, que había recibido la fe en ese momento, llegando hacia donde había agua le dice: «Dígame Felipe, ¿usted me puede bautizar, aquí, ahora, que hay agua? Y Felipe no le respondió: “No, debes hacer el curso, tienes que traer los padrinos, ambos casados por la Iglesia, debes hacer esto otro”». No, lo bautizó. El Bautismo es precisamente el don de la fe que Jesús nos da.
Debemos estar alerta para que la piedad popular no sea utilizada o instrumentalizada por grupos que pretenden fortalecer su propia identidad de manera polémica, alimentando particularismos, antagonismos y posturas o actitudes excluyentes. Todo esto no responde al espíritu cristiano de la piedad popular y nos interpela a todos, en particular a los pastores, para vigilar, discernir y promover una atención continua hacia las formas populares de la vida religiosa.
(…) La fe no es un hecho privado, debemos estar alertas a esta evolución, yo diría herética, de la privatización de la fe; los corazones se amalgaman y siguen adelante. Un hecho que se consuma en el santuario de la conciencia, que ―si pretende ser plenamente fiel a sí misma― implica un compromiso y un testimonio hacia todos, para el crecimiento humano, el progreso social y el cuidado de la creación, como signo de la caridad. Precisamente por esto, de la profesión de la fe cristiana y de la vida comunitaria animada por el Evangelio y los sacramentos, han surgido a lo largo de los siglos innumerables obras de solidaridad e instituciones como hospitales, escuelas, centros asistenciales ―¡en Francia son muchas!―, en las que los creyentes se han comprometido en beneficio de los necesitados y han contribuido al crecimiento del bien común. La piedad popular, las procesiones y rogativas, las actividades caritativas de las cofradías, el rezo comunitario del santo Rosario y otras formas de devoción pueden alimentar esta —me permito calificarla así— «ciudadanía constructiva» de los cristianos. La piedad popular nos da esta «ciudadanía constructiva».
A veces algunos intelectuales, algunos teólogos, no entienden esto. Recuerdo que una vez fui durante una semana al norte de Argentina, a Salta, donde se celebra la festividad del Señor del Milagro. Toda la provincia se reúne en el Santuario, todos se confiesan, desde el Alcalde hasta cada uno, porque tienen esta piedad adentro. Yo iba siempre a confesar. Era un trabajo duro porque toda la gente se confesaba. Y un día, a la salida, me encontré con un sacerdote que conocía: “Ah, estás aquí, ¿cómo estás?” –“¡Bien!”. Y cuando nos íbamos, en ese momento se acercó una señora con unas estampitas de santos en la mano y le dijo al cura, un buen teólogo: “Padre, ¿me las bendice?”. El sacerdote, con gran teología, le dice: “Pero, señora, ¿ha ido usted a misa?” —“Sí, padrecito” —“¿Y sabe que al final de la Misa se bendice todo?” —“Sí, padrecito” — “¿Y sabe que la bendición de Dios viene de parte suya?” —“Sí, padrecito” En ese momento le llamó otro sacerdote: “Ah, ¿cómo estás?”. Y la señora que tantas veces había dicho —“Sí, padrecito” se dirigió a aquél: “¿Padrecito me las bendice?”. Hay una complicidad, una sana complicidad que busca la bendición del Señor y no acepta generalizaciones. (Discurso en la sesión de clausura del congreso «la religiosidad popular en el mediterráneo», durante su viaje apostólico a Ajaccio. 15 de diciembre de 2024)
La piedad popular, consuelo para el Corazón de Cristo
Por consiguiente, ruego que nadie se burle de las expresiones de fervor creyente del santo pueblo fiel de Dios, que en su piedad popular intenta consolar a Cristo. E invito a cada uno a preguntarse si no hay más racionalidad, más verdad y más sabiduría en ciertas manifestaciones de ese amor que busca consolar al Señor que en los fríos, distantes, calculados y mínimos actos de amor de los que somos capaces aquellos que pretendemos poseer una fe más reflexiva, cultivada y madura.(Dilexit nos 160)