Durante el segundo año de la Convención, un grupito de almas pequeñas procedente de la Alta Francia dio testimonio de su amor en el cadalso de París. Catorce carmelitas descalzas y dos torneras del monasterio de Compiègne decidieron entregar públicamente su vida por aquel que tan dichosas las había hecho. Entendieron que sus días carecían de sentido si no se vivían entre las cuatro paredes que albergaban a su Dios. Probablemente, nadie entendiera tal entrega ―incluso hoy parece demasiado―; no es necesario amar al Señor en un convento. Pero para ellas no existía otra forma. El amor que habían experimentado y al que necesitaban corresponder no podía darse, sino ahí. Y fue esta firme convicción la que les hizo subir las escaleras del patíbulo con la alegría desbordante que sorprendía a quien las veía.
Plura ut unum
En el convento de Compiègne, las monjas presentaban personalidades muy diferentes. Por ejemplo, sor Resurrección había sido de lo más desenvuelta en su juventud y nadie hubiera dicho jamás que llegaría a religiosa. Durante su adolescencia, se había dedicado casi por entero a sus deseos, especialmente al baile. Pero un día, mientras bailaba como de costumbre, sintió la invitación del Señor a dejar aquella vida para entregarse por entero a Él y desde entonces destacó en el convento por su fervor y servicio hacia las hermanas. Sin embargo, también existían otras monjas en las que pudo verse una gran virtud desde su infancia. Sor María Enriqueta y toda su familia son imagen de esta temprana santidad.
Pero la diversidad entre las religiosas de Compiègne no se limitaba a la propia personalidad. En el monasterio, unas monjas eran de familia más modesta y otras, como sor Enriqueta de Jesús, procedían de familias más acomodadas. En concreto, ésta era sobrina de Colbert, ministro del reino. Pero incluso en lo referente a la propia vocación diferían unas de otras. Por ejemplo, mientras que sor Constancia esperaba el día de su profesión desde pequeña, sor Julia no vivió este anhelo desde el principio. El Señor le había inspirado deseos de seguirle en el estado religioso desde el día de su primera comunión, pero llevada por la pasión, decidió casarse con un chico del que estaba muy enamorada. Resultó que antes de cumplir los seis años de casados, su marido falleció, lo que la sumió en la más terrible pena. Viéndola en tal estado, su tío sacerdote se ofreció a acompañarla en dirección espiritual y, estando así, ella le descubrió aquello que durante tanto tiempo había llevado oculto. De esta forma ingresó en Compiègne y, aunque al principio daba muestras de que no profesaría por su aversión a la vida religiosa, una vez lo hizo cambió su semblante por completo, comenzando a destacar por su fervor y servicio a la comunidad.
Pero todas estas diferencias de las religiosas en lo personal, familiar e incluso vocacional son signo de un amor más grande. Cada una con su «cadaunada» es unida al resto de la comunidad por unos lazos que superan su individualidad y que las convierten en una legión de almas pequeñas enamoradas de Dios.
El convento y la Asamblea
El renegar de Dios supuso para Francia el encumbramiento de una razón inmanente que se convertiría en el modelo a seguir para toda la vida social. Desde esta perspectiva, no es raro que la Asamblea quisiese acabar con las órdenes religiosas. En el plano teórico, se buscaba poner fin a las «supersticiones irracionales» del vulgo y, en el práctico, la vida religiosa constituía algo ininteligible para «el hombre racional». De esta forma, el 29 de octubre de 1789, la Asamblea emitió un decreto por el que se suspendían las entradas y profesiones religiosas de ambos sexos. No mucho después, una comisión enviada desde el gobierno acudió a Compiègne con el fin de examinar la conciencia de las hermanas. Les preguntaron si habían abrazado el estado religioso por voluntad propia o si, por el contrario, habían sido forzadas a ello. Al responder todas que ni estaban violentadas ni pensaban admitir la «libertad» que se les ofrecía, los revolucionarios decidieron examinarlas una por una, obteniendo la misma respuesta. Finalmente, tuvo que ser el decreto de exclaustración de 1792 el que las obligara a dejar el convento.
La expulsión fue para ellas causa de gran inquietud y, estando en esta situación, el corregidor de la ciudad aprovechó para conseguir que firmaran el juramento de libertad e igualdad utilizando el engaño y la ambigüedad. Inmediatamente después de suscribir el juramento, al ver cómo presumía el alcalde de haberles arrancado las firmas, las hermanas se arrepintieron de ello con estas palabras: «ante todo queremos tranquilizar nuestras conciencias, y preferimos mil muertes a la iniquidad de aquel juramento».
Comenzaría entonces un proceso judicial, en el que no faltarían las acusaciones de conspiración contra la República, de ocultar armas en sus casas e incluso de tener escondidas las vestimentas de los reyes de Francia –refiriéndose a los atuendos con que revestían a las imágenes de los Reyes Magos en Navidad–. Sin embargo, tras estos falsos delitos se encontraba el verdadero motivo de condena: el fanatismo. Sorprendida, sor María Enriqueta preguntó a sus acusadores: «tened a bien explicarnos qué significa esta palabra». A lo que respondieron: «por fanatismo entendemos vuestra tenaz adhesión a creencias y prácticas pueriles de religión».
Su entrada en el convento eterno
En el traslado a París, compartieron gozosas los sufrimientos de su Amado, padeciendo un verdadero víacrucis. Muchas de las jóvenes que de la comunidad habían recibido tantos socorros rodeaban los carros en los que iban las hermanas, gritando «bien hecho, bien hecho; fuera gente inútil». Al llegar, las sacaron de los transportes sin el más mínimo cuidado, llegando incluso a arrojar al suelo a una de ellas con tal brutalidad que muchos la dieron por muerta. Ensangrentada, se levantó y dio las gracias a su agresor por haberla dejado con la suficiente vida para compartir el martirio de Jesucristo.
Su entrega no quedó infecunda. Mientras las hermanas subían la escalera del cadalso, listas para ir al encuentro del Esposo con himnos de alegría, la gente admirada decía: «¡Qué almas tan hermosas! ¡Qué aire tan celestial! Si éstas no van al P araíso, estará cerrado para todos». Una niña refirió que, cada vez que una monja moría, veía cómo su alma esperaba en el cielo, encima del patíbulo, al resto de sus hermanas. Y que cuando murió la última, todas juntas fueron ascendiendo hasta perderse de vista en el cielo. De esta forma, las hermanas entraron por fin en el convento eterno, en el que nada ni nadie podía ya separarlas del amor de su Esposo.
Conclusión
El 17 de julio de 1794, catorce carmelitas y dos torneras fueron pasando libre, igual y fraternalmente por la guillotina a causa de su firme amor al Señor. Libres, porque cada una de forma individual decidió escoger la vida antes que aceptar la alternativa de muerte que se les presentaba; iguales, porque siendo cada una diferente, todas fueron partícipes de un mismo amor llevado hasta el extremo; y fraternales, porque alentándose unas a otras para no desfallecer en la prueba, el Señor las unió en su corazón para toda la eternidad.
La vocación del cristiano es ser testigo del amor de Dios; desvivirse por aquel que le amó primero. Cada uno debe vivir el amor donde el Señor le pida, en el convento o fuera de él, pero el centro de toda vocación es el amor primero. Cristo se desvivió por cada uno; que todo cristiano haga de su vida un martirio de amor por el Señor.