Tras muchos años de negar la realidad y divulgar la mentira de que la persecución religiosa
durante nuestra Guerra Civil no fue tal, sino obra de algunos pocos «descontrolados», ahora El
País cambia de relato y, tras reconocer que fue una matanza planificada, nos explica que
estaba justificada por la amenaza que suponían todos aquellos peligrosos curas, monjas y
católicos en general Juan Manuel de Prada , desde ABC, glosa este último giro del guión:
«Leo que cuatro “politólogos” han escrito un estudio de… ¡cuarenta páginas!, fruto de diez
esforzados años de trabajo, donde sostienen que las matanzas de religiosos perpetradas durante
la Guerra Civil no estuvieron motivadas por el odio, sino que tuvieron un “carácter estratégico”.
Hasta ahora estas matanzas siempre habían sido “explicadas” desde la izquierda como obra de
“incontrolados” que se saltaban a la torera o desobedecían las órdenes de la autoridad; tesis por
completo inverosímil que, además, no evitaba la caracterización de los asesinos como hienas
poseídas por el odio teológico. Así que ahora, en vísperas del llamado Año de la Memoria
Democrática (donde vamos a tener que tragarnos las apologías más despepitadas de quienes
urdieron o bendijeron tales matanzas), se promueven estudios delirantes que tratan de justificar
aquellos crímenes vitandos.
A estos “politólogos” tan laboriosos les ha ocurrido, sin embargo, como a los censores de la
película Mogambo, que por querer ocultar un adulterio urdieron un incesto. Para evitar la
caracterización de las izquierdas como organizaciones gangrenadas por un odio vesánico,
afirman que la violencia anticlerical “no era ciega ni indiscriminada, sino que obedecía a cálculos
políticos” y trataba de “impedir la formación de una resistencia” contra la República. Es decir, en
su afán por negar que las matanzas estuviesen dictadas por el odio, estos “politólogos” tan
perspicaces defienden la existencia de un plan calculado para descabezar a un colectivo
“peligroso”. Queriendo negar un crimen de odio, reconocen la existencia de un calculado
genocidio (recordemos que en aquellos años infaustos fueron asesinados 13 obispos, 4.184
sacerdotes, 2.365 religiosos y 283 religiosas) dirigido contra «figuras con capacidad de
movilización, lo que apunta al carácter estratégico de la violencia». Estos “politólogos” tan
insignes, en fin, pretendiendo blanquear el odio de las hienas… ¡están describiendo exactamente
lo mismo que hizo Stalin con los oficiales del ejército polaco en Katyn! Pero al menos Stalin se
contentó con masacrar a los oficiales, dejando a la tropa sin mando; en la masacre de religiosos
de nuestra Guerra Civil se mató indiscriminadamente a jerarquías eclesiásticas y novicios que
apenas habían dejado atrás la adolescencia, sin «capacidad de movilización» alguna.
Aunque mucho más modestamente que estos «politólogos» tan insignes, yo también he
tenido ocasión de estudiar la «violencia anticlerical» durante la Guerra Civil, mientras escribía la
biografía de la escritora catalana Ana María Martínez Sagi, una chica de buena familia que
acabaría abrazando el ideario anarquista y el furor vesánico contra la fe católica, que expone sin
ambages en muchos artículos rezumantes de bilis (citamos ahora uno publicado en Nuevo
Aragón, el 12 de mayo de 1937): «Habría que emprender, por dignidad y por ética, una
campaña contra los que, injustamente, han adoptado frente a la vida la actitud de mendigos
plañideros, de parias torturados, de víctimas y mártires perseguidos por la desgracia y el
infortunio. La religión católica, con sus apologías del sacrificio, de la resignación, de la
renunciación; con sus anatemas en contra de la alegría, del goce material, de la ambición de
gloria y de triunfo, sus leyendas espeluznantes y el martirologio de sus miles de santos, ha
conseguido ensombrecer el espíritu y la vida de la mayoría de los mortales. […] Persigamos
encarnizadamente a todos aquellos que, sistemáticamente y con intenciones aviesas, quieren
destruir nuestra fe en los destinos de la Humanidad, nuestra fe en nosotros mismos y en el
resultado de nuestro esfuerzo y de nuestro trabajo […] Caiga sobre ellos toda nuestra furia, todo
nuestro odio».
Este apetito criminal llevaría a las organizaciones «al servicio de la República» a incitar a
sus adeptos a todo tipo de crímenes, para «extirpar el oscurantismo religioso». Desde la
prensa libertaria, por ejemplo (que es la que mejor conozco), los llamamientos al asesinato, la
devastación y el estrago religioso son constantes. Sirva como botón de muestra este artículo
editorial publicado en Solidaridad Obrera el 18 de octubre de 1936: «Hay que destruir. Hay que
reducir a escombros todos los viejos dogmas. Y, sobre las cenizas de tanta barbarie, levantar
el monumento a la Libertad. Sin titubeos, a sangre y fuego. […] No sólo no hay que dejar en pie
a ningún escarabajo ensotanado, sino que debemos arrancar de cuajo todo germen incubado
por ellos. ¡Hay que destruir! El mundo de ellos y el nuestro es incompatible; no caben en uno,
se ahogan. ¡Que mueran ellos, pues, ya que representan la barbarie, la incivilización y, lo que
es peor, un peligro constante para nuestra existencia!».
No se trataba de «dejar sin líderes» a una organización enemiga; se trata de lo que
Chesterton describe en cierto pasaje de El hombre eterno con palabras dignas de ser
esculpidas en el mármol: “Y, en aquella hora oscura brilló sobre ellos una luz que nunca se
ha oscurecido, un fuego blanco que se aferra a ese grupo como una fosforescencia
extraterrenal, haciendo brillar su rastro por los diversos crepúsculos de la historia; ese rayo
de luz y ese relámpago por el que el mundo mismo ha golpeado, aislado y coronado a ese
grupo; por el que sus propios enemigos le han hecho más ilustre y sus propios críticos le han
hecho más inexplicable: el halo del odio alrededor de la Iglesia de Dios”. Y ahora ese halo de
odio tratan de disfrazarlo académicamente, para justificarlo vomitivamente como “estrategia”
necesaria».