María Asunción López escribió sobre santa Juan de Arco en enero de 1950, hace 75 años, un resumen de los últimos años de su vida. Movida por una voz divina, llevó a cabo una misión que superaba con creces sus fuerzas
humanas: salvar Francia del yugo inglés y devolver el trono al delfín Carlos VII, haciéndole coronar en la catedral de Reims.
Francia en 1429
UN país ocupado por tropas extranjeras, un pueblo abatido, un ejército desmoralizado, una hacienda agotada, un favorito poderoso y un rey joven, indeciso, indolente y apático, que duda hasta de su derecho a la corona.
Tal es la situación de Francia en 1429, en los comienzos del reinado de Carlos VII.
Este príncipe despojado e inexperto tiene que habérselas con Felipe el Bueno, duque de Borgoña, el hombre de estado más sutil, refinado y ambicioso de su generación; con Bedford, el famoso diplomático y hábil militar, que manda las tropas inglesas que invaden Francia y poseen incluso la capital; y con los cortesanos que se disputan su favor o, mejor dicho, usurpan su voluntad. Sin embargo, el rey elige de entre estos cortesanos los favoritos que se van turnando y son los que realmente gobiernan.
Desde luego que tanto a los favoritos como al resto de los cortesanos les importa más su medro personal que la salvación de Francia y el servicio del rey; por lo tanto, lo único que desean es obrar impunemente en provecho propio. […]
El rey no es precisamente que se acobarde y carezca de talento; pero es perezoso y deja enajenar su voluntad, aceptando siempre la opinión del último que le habla. Estas vacilaciones, sin embargo, son debidas en gran parte a que, además de las difíciles circunstancias exteriores, le quita la fuerza moral una duda abrumadora: no tiene la
seguridad de ser rey legítimo. Dan pábulo a esta duda cruel la locura intermitente que aquejó a su padre Carlos VI, y la juventud liviana de su madre Isabel de Baviera, de una parte; y de otra el equívoco, que le declara tácitamente bastardo, a que ésta da lugar pronunciándose decididamente en favor de los ingleses, eliminándole a él, y consintiendo que Enrique V de Inglaterra se titule ya rey de Francia. […]
El desprestigio y la pobreza no permiten a Carlos VII reunir tropas; entre él y su tesorero no tienen ni cuatro escudos de oro; sabe que en este aspecto depende enteramente de sus cortesanos y favoritos, que disponen del dinero del país por la acumulación de cargos y grandes riquezas, y, por otra parte, los cree también incapaces de salvar la situación. Considerando todos estos desastres como castigo del cielo, viéndose impotente y decidido a
abandonarlo todo, hace esta plegaria, que revela su profundo desaliento: «Señor, si soy rey legítimo y heredero de la corona de Francia, amparadme; si no lo soy, haced que pueda escapar a la muerte y a la prisión, dejándome llegar a Escocia o España».
Ni política ni militarmente había para Francia remedio humano.
La pastorcita de Domrémy
En este momento crítico llega a Chinon, donde está la Corte, el mensaje de una pastorcilla solicitando una audiencia del rey. La recomienda vagamente una carta de Robert de Badricourt, capitán de Vaucoleurs, y se
saben algunas noticias de ella. Se llama Juana de Arco, tiene diecisiete años y ha vivido siempre con sus padres y hermanos en la aldea de Domrémy, en tierras de Lorena. Ni siquiera sabe leer, no ha hecho en su vida más que hilar en invierno y guardar ganado en la época de los pastos. Voces celestiales y misteriosas, en las que reconoce a san Miguel, santa Catalina y santa Margarita, le han transmitido de parte de Dios la misión de salvar a Francia, y no tiene más formación que estas voces venidas del cielo. Es ingenua, sencilla, todo en ella es diáfano y la rodea un nimbo de pureza angelical.
Habla con tal seguridad del plan que viene a realizar en nombre de Dios, que arrastra las voluntades de todos. El rumor de sus revelaciones ha llegado hasta el duque de Lorena, que le ha dado un salvoconducto. Las gentes de Vaucoleurs le han proporcionado espada, caballo, armamento y equipo de guerrero, y unos voluntarios le sirven de escolta y guía para dirigirse a Chinon.
Esto solo es ya inaudito, pero la letra del mensaje que la precede es más extraordinaria aún.
De parte de Dios, ofrece al rey la liberación de Orleans, su pronta y solemne coronación en Reims, el triunfo de su ejército y la expulsión del invasor. Su Majestad no tiene que hacer otra cosa que fiarse de ella y darle el mando del ejército. «Yo traigo, dice, el mejor auxilio que jamás se trajo a una nación o a un ejército: el auxilio del Rey del Cielo».
[…] «Es una loca o una bruja», dice el favorito Le Tremouille, temiendo por su privanza.
«¿Por qué no se la hace venir y la examinan los teólogos de la Iglesia y los consejeros de la Corona?», sugiere la suegra del rey, Yolanda de Aragón, cuya intuición prevé lo valioso de este auxilio.
«¿Ha de poder más el brazo de una mujer que el de los varones del reino?», dicen despechados los guerreros. […]
El rey está en uno de estos momentos de lucidez que producen a veces las situaciones desesperadas, y emancipándose por primera vez del parecer de la mayoría de sus cortesanos, acepta la sugerencia de la reina Yolanda y decide recibirla.
Buenas nuevas
En el gran salón del castillo, alumbrado con antorchas, resplandeciente de lujo y lleno de cortesanos y soldados, el rey, disfrazado de caballero mediocre, la espera confundido entre todos. Juana, sin titubear y sin turbarse, se dirige a él directamente, le hace las reverencias de rúbrica, como si toda la vida hubiera estado en la Corte, y le saluda así: «Dios os dé una vida feliz, noble delfín; alegraos porque os traigo buenas nuevas».
El rey la remite a un cortesano diciéndole «éste es el rey». Sonríe Juana viendo que quieren engañarla, y contesta: «Por Dios, noble príncipe, vos sois el rey y no otro. Yo os digo que Dios tiene misericordia de vos y de vuestro pueblo, pues san Luis y Carlomagno están delante de Él y ruegan por vos. Yo son Juana, la doncella, y mi Señor me envía para salvaros a vos y a vuestro reino».
Asombrado, le pregunta el rey: «¿Y quién es vuestro Señor?» «Es Dios», responde Juana sin vacilar, «es mi Señor y el vuestro. El reino de Francia que yo os conquistaré por su mandato, debéis dárselo porque le pertenece, pero este Señor quiere que vos seáis rey y gobernéis como su lugarteniente».
Atónitos escuchan el rey y sus cortesanos. Se han desvanecido las sonrisas burlonas, aun los más despechados prestan atención. ¿Qué tiene Francia sobre las demás naciones, para merecer el privilegio de que Dios tome directamente partido por ella?
Ofrece el reino que está prácticamente perdido, eso lo entienden perfectamente, pero les desconcierta lo que pide: la sumisión a Dios en forma de que los actos de la vida práctica, civil y laica se sometan a las leyes de la voluntad divina, pues la vida social no ha de estar menos que la religiosa bajo el control de Dios. Partiendo de estos principios y sin ninguna complicación, organizará ella el ejército.
El rey lo entiende menos que nadie, y vuelve a invadirle de nuevo la pereza intelectual; como no toma ninguna determinación parece que la audiencia está terminada. Juana se le aproxima entonces algo más, y en llano confidencial, no tan alto que pudieran oírlo todos, pero si lo suficiente para que no pasase inadvertido de los más próximos, le dice: «Yo os digo, de parte de mi Señor, que vos sois el verdadero heredero de Francia, el hijo legítimo del rey».
Carlos VII, visiblemente emocionado por esta respuesta tan evidente y clara a la súplica que había hecho en la soledad de su aposento y conocida sólo de Dios, concede a Juana una audiencia privada que dura dos horas.
Nadie sabe cuáles son las pruebas que en esta audiencia dio la Doncella de la autenticidad de su misión, pero el rey declaró «que le había levantado el corazón al revelarle secretos tan íntimos que sólo podía conocerlos por la revelación divina, pues jamás los había confiado a nadie, y que Juana poseía su confianza».
¡A Reims! ¡A Reims!
Se autoriza a Juana para organizar el ejército, y ella pone como condición esencial que no haya en él ocasión de pecado. Que los nobles dejen sus devaneos y los soldados confiesen y comulguen para ponerse en gracia de Dios.
Juana anima a los soldados: han de ser valientes y pelear con brío; ellos batallarán y el Señor les dará la victoria. En una semana efectúan cuatro salidas, toman el fuerte de Les Tourelles y liberan la ciudad, que hacía ocho meses estaba sitiada con trincheras y fortificaciones. Juana entra triunfante con armadura de guerrero, montada en un caballo blanco, y escoltada por las tropas se dirige a la catedral.
En medio de las ovaciones no le abandona la persuasión de que es simplemente un instrumento. El triunfo es sólo de Dios y a Él atribuye toda la gloria. […]
Bajo las amplias bóvedas de la catedral de Reims, el rey es coronado y ungido con óleo de la Santa Ampolla. Con ello recibía Carlos VII, por obra de la fe y el genio de Juana de Arco, la suprema consagración de los reyes de Francia.
Santa Juana de Arco
Francia se ha recobrado. El ejército vibra de fe y de entusiasmo. El rey se considera seguro, y, alma pequeña, temiendo que la gloria de Juana le haga sombra, la abandona y echa sobre sí el baldón de ingratitud que nunca le perdonará la historia.
En vez de dejarle proseguir la campaña, el rey le quita las mejores tropas, pacta treguas con los enemigos, defrauda al ejército y al pueblo y vuelve a las fiestas de sus castillos del Loire. Amparada por esta ingratitud que se cierne sombría sobre Juana, se fomenta la traición y la envidia de las camarillas reales. La salvadora de Francia es traicionada y vendida, sin que el indigno rey que le debe la vida y la corona le tienda una mano o diga una palabra para defenderla.
Esto es incomprensible. Aquí se clava la imaginación del pensador. «En la historia moderna no hay crimen contra Dios y la patria semejante al que cometieron Carlos VII y sus favoritos, y asimismo es incomprensible la grandeza de Juana de Arco».
Perseguida, calumniada, indefensa, víctima de la envidia y la traición, el elemento oficial de la Francia que ha salvado se erige en su inicuo juez, y mandatarios viles y cobardes la venden, la entregan a Inglaterra para que sea su verdugo.
La hoguera de Ruán añade a su corona de virgen la palma del martirio. Estos hechos, únicos en la historia del mundo, sobrepujan a la fantasía y a la leyenda, pero pueden resistir la más rigurosa crítica histórica.
Juana de Arco, además de ser heroína, es santa. Como a Jesús, los suyos le traicionaron y le vendieron, pero a pesar de ello cumplió su misión y se realizaron sus profecías. El mundo fue con ella cruel, pero la Iglesia, madre amorosa, da a todas sus hazañas un nuevo relieve. Le rinde un homenaje y le da un premio que ninguna nación ni ningún rey le puede dar: el culto y el altar.