Vivimos asediados por el catastrofismo climático: el mundo se agota, está muriendo, la especie humana, un parásito extremadamente agresivo, lo está destruyendo. En las actuales circunstancias lo mejor que podríamos hacer es desaparecer de la faz de la Tierra: si aún no nos animan a suicidarnos, al menos tendríamos que ser lo suficientemente responsables para no traer al mundo nuevos seres humanos, despiadados emisores de CO2 y consumidores compulsivos de recursos no renovables.
Este panorama, que retoma algunos temas de las sectas milenaristas del pasado, viene hoy en día aliñado con referencias supuestamente científicas avaladas por organizaciones como el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) de la ONU. Poco importan sus errores de bulto: en 2007 el informe anual afirmaba que la producción agrícola norteafricana en 2020 se iba a reducir en un 50% por culpa del cambio climático; la realidad es que ha aumentado, pero los informes del IPCC siguen presentándose como infalibles. La ciencia ha hablado, nos dicen. Otro ejemplo: el oso polar fue el emblema del apocalipsis climático, pero de repente los activistas climáticos dejaron de hablar de ese animal. ¿El motivo? Actualmente el número de osos polares es el mayor de la historia desde que se tienen registros, es decir, desde los años cincuenta del siglo pasado.
Este sensacionalismo mentiroso no es ni casual ni inocente. El activista climático y miembro del Centro de Ecología y Ciencias de la Conservación, Luc Semal, lo confesaba en una entrevista en el diario francés Libération: «el catastrofismo puede ayudar a diseñar una democracia ecológica». Esto es, resulta útil para imponer prioridades y restricciones sobre nuestro modo de vida según lo que decidan quienes saben mejor que nosotros lo que nos conviene, los mismo que, como no podemos entenderlo, nos tranquilizan con «mentiras piadosas».
De este modo, la ecología entendida como interés por la creación, que tenemos la tarea de cuidar y entregar a las futuras generaciones, se ha convertido en un catastrofismo climático que ya no disimula sus tendencias totalitarias. En este fenómeno han jugado un papel relevante aquellos intelectuales y activistas marxistas, huérfanos de un gran proyecto mesiánico secular tras el hundimiento del comunismo y que, en lugar de reconocer su error y entregar sus vidas al único que puede colmar sus esperanzas, Cristo, buscaron una ideología de sustitución. La encontraron en un climatismo catastrofista que, al igual que el comunismo en su día, sobrepasa fronteras y aspira a un gobierno planetario. Como escribió Michael Lowy, sociólogo especialista en el pensamiento del Che Guevara, «la cuestión ecológica es el gran reto para la renovación del pensamiento marxista en el siglo xxi». El inglés Roger Scruton señala también los paralelismos entre marxismo y climatismo: «ambos comparten una clase de víctimas (las generaciones futuras), una vanguardia iluminada que combate en su nombre (los ecoactivistas) e infinitas oportunidades de dar rienda suelta al resentimiento contra Occidente». Es por ello que el italiano Giulio Meotti califica a estos militantes estilo Greta Thunberg, profetas de catástrofes climáticas, como «jemeres verdes», en alusión a los jemeres rojos comunistas que asolaron Camboya bajo la guía de Pol Pot.
Estamos, pues, muy lejos de aquella visión bíblica en la que el mundo es un don que Dios nos hace, un lugar donde crecer, multiplicarse, que hay que someter y que tenemos el deber de cuidar y conservar. Lo que ha cristalizado ante nuestra mirada durante las últimas décadas es una nueva ideología climática, una nueva religión política que, como tal, es idolátrica, una ecolatría. En la lista de ídolos que los hombres han adorado desde que dieron la espalda a Dios hay que sumar uno más: tras la diosa Razón, la diosa Humanidad, la diosa Nación, la diosa Revolución, llega la diosa Tierra. Rajendra Pachauri, que presidió la agencia de la ONU para el clima, confesaba: «La protección del planeta Tierra, la supervivencia de todas las especies y la sostenibilidad de nuestros ecosistemas es más que una misión, es mi religión». «A los pueblos que perdieron la esperanza en el Reino de los Cielos, el marxismo les ha prometido el reino del hombre», escribía Albert Camus, «a los pueblos que han perdido la esperanza en el reino del hombre, el climatismo les promete el reino de la naturaleza», añade Giulio Meotti.
Esta nueva religión laica pretende ser la clave para comprender el mundo, su historia y nuestro papel en ella. Pero, hija de la gran desilusión posmoderna, ya no nos promete el paraíso en la Tierra: en cualquier caso, ese paraíso pasaría por nuestra extinción como especie, entonces el mundo sería bello y armónico… y no habría nadie capaz de percibir esa belleza y armonía. Si realmente, como sostienen los climatistas, el CO2 es el problema, y dado que toda actividad genera CO2, toda acción humana debe de quedar limitada por prohibiciones y sanciones e, idealmente, cesar. No alcanzan más que a denunciar el infierno en que estaríamos convirtiendo el planeta, a promover el decrecimiento, la regresión y, si somos realmente coherentes, la extinción.
El tono aquí es apocalíptico en el peor de sus sentidos: no se trata de ninguna revelación, ni tan siquiera de la acepción que expresa algo «misterioso y enigmático», sino de la tercera acepción recogida por la Real Academia de la Lengua Española: «terrorífico o espantoso, por amenazar o implicar exterminio o devastación». ¿Cómo si no calificar el texto con el que el Wall Street Journal acompañaba el anuncio de la aparición del informe 2021 del IPCC: «El Apocalipsis climático está cerca, la humanidad es la culpable y, a menos que el mundo no reconstruya la economía global, el caos y la muerte son inevitables»? Para «salvar» la Tierra hay que acabar con el mundo, marcado por la impronta humana, y más en concreto el mundo occidental, portador, aun a su pesar, de otra impronta incluso más ignominiosa, la de su origen cristiano.
La visión radicalmente negativa del hombre de esta religión política climatista tiene paralelismos con aquella concepción de nuestra naturaleza radicalmente corrompida, insanable, del calvinismo puritano. Y si aquellos puritanos buscaban signos externos, como el éxito económico y social, que muestren que se pertenece al grupo de los predestinados a la salvación, ahora aquellos signos externos hay que buscarlos en el activismo climático. Para el resto, la inmensa mayoría de la especie humana que, como ya hemos señalado, es considerada como un parásito, un virus que infecta el planeta (en palabra de Michael Meacher, que fuera secretario de Estado de Medio Ambiente laborista inglés), la solución no puede ser de otro tipo que malthusiana. «Tenemos que reducir de modo radical e inteligente la población humana», proponía Paul Watson, uno de los fundadores de Greenpeace. Y René Dumont, consultor de la ONU y primer candidato ecologista a las presidenciales francesas, defendía que «sería posible, sobre todo cuando los métodos contraceptivos y el aborto precoz han hecho progresos decisivos, autorizar solamente una tasa de natalidad que compense exactamente la mortalidad y así alcanzar rápidamente un crecimiento cero, empleando métodos autoritarios que el peligro global justifica». Se desarrolla así, junto a esta religión política, una moral laica para la que es lícito todo aquello que contribuye al mantenimiento del equilibrio ecológico global, incluso si daña a los hombres, e inmoral todo aquello que se ponga en su camino.
La religión climática imita algunas de las formas tradicionales de las religiones, verificándose así una vez más que el demonio es el mono de Dios, pues pretende crear algo nuevo y lo único que consigue es una mala imitación. Tiene esta ideología sus dogmas y sus herejes «negacionistas» (como se habla sin tapujos de «holocausto climático», distorsionando el concepto usado para un tipo de sacrificios ofrendados a Dios), sus misioneros y predicadores, un alto y bajo clero que incluye a burócratas nacionales, funcionarios de agencias internacionales, activistas y miembros de ONG, políticos y periodistas, tabús alimentarios (como el veganismo), e incluso «ayunos climáticos», como el emprendido por el activista climático indio Sonam Wangchuk en abril de 2024 por el Himalaya. También encontramos compra de indulgencias (en forma de pago por nuestras emisiones de CO2), días de fiesta, como el 22 de abril de cada año, «Día internacional de la Madre Tierra», y ritos como ir en bicicleta al trabajo, de consecuencias prácticas insignificantes pero que muestran ante la sociedad la fidelidad de los adeptos a la ecolatría y los designa como seres virtuosos ante sus semejantes. Incluso ha llegado a oficiar funerales… ¡por un glaciar! Fue en Okjökull, Islandia, donde en el lugar ahora árido en el que hubo un glaciar, la primera ministra islandesa, Katrín Jakobsfóttir y la alta comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y profesora adjunta de «Justicia climática» en el Trinity College de Dublín, Mary Robinson, proclamaron unas palabras de condolencia e inauguraron una placa conmemorativa. No cabe duda de que el escritor Michael Crichton acertó de pleno cuando, hablando ante el Commonwealth Club de San Francisco afirmó que el «ambientalismo parece ser la religión de los ateos urbanizados». Una falsa religión, secular e idolátrica, que acabará derrumbándose, como todas sus predecesoras, aunque no sin antes haber causado, también como el resto de religiones políticas que han deslumbrado a tantos en los últimos siglos, un daño enorme.