Escribe Gavin Ashenden en The Catholic Herald a propósito de algo evidente: el mundo que surge cuando se abandona el cristianismo no es el mundo como estaba antes pero sin fe, es otro mundo:
«En cierto modo, nunca ha habido un mejor momento para ser católico. La Iglesia católica, a diferencia de muchas otras comunidades, tiene una visión muy clara de la dignidad de la persona humana y del modo en que el don de nuestra humanidad es un aspecto de la imago Dei.
Estamos viviendo un cambio tanto de cultura como de civilización. Podemos documentar las razones conceptuales que subyacen al actual cambio cultural de muchas maneras, pero el modo en que entendemos nuestra humanidad está en el centro del cambio. La santidad está siendo sustituida por la «desechabilidad».
Sería fácil verlo como un síntoma de la cultura del usar y tirar, un subproducto del materialismo derrochador. Sin duda, en parte lo es, pero es más que eso. Y ese «más que» penetra hasta el corazón de la visión católica de lo que somos. Es la Iglesia, por tanto, la que tiene el antídoto contra este descenso hacia la decadencia. Porque eso es lo que es: un cambio espiritual y filosófico de lo más serio.
John Daniel Davidson ha escrito recientemente un libro en el que argumenta que la forma más clara de entender los cambios que estamos atravesando es considerarlos como un resurgimiento del paganismo. En su libro Pagan America: The Decline of Christianity and the Dark Age to Come, defiende que no estamos avanzando inexorablemente por la tan cacareada trayectoria del progreso, sino que estamos retrocediendo. Estamos en un momento cultural regresivo, no progresivo. Y el «retroceso» hacia el que estamos yendo es un lugar muy oscuro.
La clave del vínculo entre nuestro actual sistema de valores y las oscuras culturas paganas más antiguas es el estatus que damos a la vida humana. La cultura cristiana siempre ha insistido en que la vida es un don de Dios, que los seres humanos están hechos a imagen de Dios. Pero en la mentalidad pagana el ser humano se convierte en algo desechable y prescindible.
Una de las mejores formas de explorar las implicaciones del paso de ser imago Dei a ser desechables es estudiar la cultura sexual y esclavista de la antigua Roma. Recientes excavaciones han revelado fosas bajo los burdeles donde se han encontrado cientos de cadáveres de bebés. Se supone que los embarazos sufridos por las inquilinas de los burdeles producían niños que eran estrangulados al nacer y luego desechados, arrojados por las alcantarillas bajo los edificios.
Pero detrás de la explotación sexual a gran escala estaba el fenómeno de la esclavitud. Al igual que la economía de Roma se basaba en la esclavitud, su economía moral también dependía de la esclavitud sexual y la prostitución. Los esclavos romanos podían ser asesinados o expulsados por sus amos por cualquier motivo y en cualquier momento; podían ser obligados a prostituirse o violados por miembros de la familia. Esta explotación sexual llegaba hasta los niños, tanto niños como niñas. Se calcula que en un imperio de unos 70 millones de habitantes, alrededor del 10% –entre siete y diez millones– eran esclavos.
La explotación sexual de los esclavos se daba por sentada. En el mundo pagano, los esclavos y las prostitutas, al igual que los niños no deseados, eran considerados socialmente infrahumanos. No tenían derechos y a nadie le importaba lo que les ocurriera. A veces, ciertos críticos se quejan de que la Biblia no estableciera la libertad para los esclavos, pero subestiman por completo el impacto de la idea cristiana de que los esclavos y sus amos eran iguales ante Dios y tenían las mismas responsabilidades morales.
En su libro Dominion, Tom Holland hace mucho hincapié en el hecho de que el cristianismo derrotó la concepción pagana romana del sexo sin límites impuesto a los débiles por los poderosos con la introducción de la sacralización de las relaciones sexuales y procreativas humanas dentro de la monogamia.
Lejos de subyugar a las mujeres y convertirlas en esclavas de los hombres, la Iglesia dignificó a las mujeres con igualdad, una finalidad más elevada y protección en lo que había sido un mundo despiadado donde la fuerza siempre se salía con la suya.
Ahora la trayectoria inversa, de lo sagrado a lo desechable, ya está en marcha. A “desechable en el vientre materno” le sigue “desechable al final de la vida”, cuando los ancianos ya no son económicamente útiles.
En el Reino Unido, el relativamente nuevo gobierno laborista está intentando introducir una legislación que permita el suicidio asistido y la eutanasia. Promete límites y garantías, pero al igual que con el monstruo del aborto, éstas no sobrevivirán a una década de presiones políticas.
El abandonar la monogamia, a través del matrimonio entre personas del mismo sexo y la mercantilización de los vientres de alquiler, extiende aún más la sombra de la desechabilidad utilitaria; del mismo modo que las categorías colectivas bajo las que actúa la izquierda reducen la importancia de lo que era un individuo, que ahora sólo es un miembro del colectivo.
La desechabilidad lleva a la brutalidad. La visión de la que es depositaria la Iglesia católica –que los seres humanos son sagrados y están hechos a imagen de Dios– no sólo es cierta, sino que protege a los vulnerables de explotaciones que se intensifican con una rapidez asombrosa».