El filósofo francés Rémi Brague visitó recientemente Madrid para impartir una conferencia en el marco del Foro Neos titulada «¿Por qué el hombre occidental se odia a sí mismo?». En ella encontramos sugerentes reflexiones:
«¿Se ama a sí mismo el hombre moderno? Amar a algo significa querer que el objeto del amor sea, exista, sea lo que es. Es decir, amar lo que hace que sea. Yo prefiero decir que se estima, que se interesa por sí mismo.
Tiene el hombre posmoderno el sueño imposible de una autodeterminación radical… Ama lo que quisiera ser, odia lo que es.
El “odio a sí mismo” del hombre occidental de hoy es un odio indirecto o, mejor dicho, por sustitución. Odia el hombre de la elite occidental todo lo que viene de fuera y que lo determina. Hay determinaciones culturales como los padres y el ambiente social, el país con su idioma, su cultura y su historia, etc. Hay también determinaciones naturales como el sexo o la edad, hasta el hecho fundamental de pertenecer a la especie humana.
[…] Quisiera añadir algo, especificar el tipo de odio de que se trata. Podemos odiar varios tipos de cosas, a varios grupos de gente, y sobre todo por varias causas. Lo mismo se puede decir del odio a sí mismo. También tiene varias formas. Podemos odiar porque estamos celosos, indignados o envidiosos. Según mi parecer, el odio a sí mismo que se encuentra en el hombre occidental de hoy es manifestación de envidia.
La envidia constituye una forma de odio, y el odio busca la destrucción de lo que odia. Lo que se podría llamar la “auto-envidia” trae consigo el deseo de autodestrucción. La autodestrucción constituye la forma más perfecta de la autodeterminación. El proyecto de la autodeterminación del hombre por sí mismo trae consigo el deseo de suicidio.
[…] El odio a sí mismo del hombre occidental no tiene por objeto el individuo en su núcleo fundamental, sino más bien todo lo que lo determina desde afuera. Ahora bien, basta sustituir el suicidio del individuo por la destrucción del país en donde vive, de la civilización que le ha traído sus tesoros morales y culturales o, en un horizonte lejano, la extinción de la especie humana. El individuo puede contribuir a dichas destrucciones del país, de la cultura, de la humanidad. Lo hace por las ideas que difunde y por los actos que realiza o que rehúsa en poner. Lo hace mientras que se ahorra la pena de matarse a sí mismo. Y además sigue disfrutando de los bienes de la paz social en su país, de las riquezas de la cultura que ha heredado, y, debajo de todo eso, sencillamente de su pertenencia a la especie humana.
[…] La raíz última de la envidia de sí mismo se halla en una cosmovisión total. Es la cosmovisión según la cual todos los factores que me hacen ser lo que soy son el producto fortuito de causas ciegas fortuitamente reunidas, y nada más. Una cosmovisión que prescinde de la referencia a una Razón creadora y benévola—el Logos divino del prólogo del Evangelio de Juan—produce necesariamente la envidia de sí, el odio de sí, y el deseo de autodestrucción.
Ya han subrayado varios pensadores que la supuesta “muerte de Dios” tiene por consecuencia lógica inevitable la muerte del hombre. Y no una muerte metafórica, solo capaz de dar un agradable escalofrío a los intelectuales chic, sino, a largo plazo, una extinción muy concreta.
Si podemos salir bien de ese peligro mortal, tenemos que recobrar una visión positiva de lo que nos constituye y aceptarlo con gratitud, es decir recuperar la fe en un amor providente, la fe en la creación. La fe no es una superestructura algo nebulosa o un artículo de lujo, sino el fundamento de nuestra existencia. Lo bueno en la situación actual es que nos da la oportunidad de redescubrir la urgencia vital de la fe. Nos ha puesto el estado actual de la civilización, muy concretamente, en la situación que suponía el fin del Deuteronomio: “he puesto delante de ti hoy la vida y la muerte, a ti toca escoger la vida”».