Nuestros días hay algunas actitudes que parecen obligatorias a pesar de que en sus presupuestos, no siempre explicitados, y en sus realizaciones concretas están llenas de contradicciones. Entre ellas juega un papel muy destacado el ecologismo. Amparados por este nombre nos encontramos con teorías y acciones muy diversas, algunas no sólo son legítimas, sino también necesarias dadas la condiciones de vida de la actual sociedad, sin embargo, cuando se asume una visión de la realidad ajena completamente a la fe cristiana, como es el caso de gran parte del ecologismo actual, se da pie a que muchos de sus planteamientos puedan ser interpretados como una pseudoreligión que intenta ocupar el lugar de la religión olvidada, con consecuencias muy contrarias al bien común e incluso con determinaciones profundamente inhumanas.
Con motivo de la celebración de los 800 años del «Cántico al sol» de san Francisco de Asís hemos querido dedicar el presente número a poner en evidencia el contraste radical entre las actitudes de los ecologismos de recién hechura y una contemplación agradecida y gozosa de la naturaleza creada por Dios, que nos habla de su omnipotencia y bondad con todos los que la habitarán a lo largo de toda la historia.
Siempre es oportuno y necesario recordar la palabras del Génesis que nos relatan la creación. En primer lugar la insistencia en la afirmación de que lo creado por Dios es bueno: «Y vio Dios que era bueno» (Gèn1.4,10,12,18,21 y 25). Lo creado por Dios es bueno, y es bueno para el hombre. El hombre es creado a imagen de Dios, él es la culminación de la omnipotencia y bondad del Creador, por ello añadirá el Génesis «Y vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que era muy bueno» (Gen. 1.31). Al ser creado el hombre recibe un mandato de su Creador: «Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gen 1,28) y en el mismo Génesis encontramos otra formulación del mismo mandato: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén para que lo trabajara y guardara» ( Gen 2,1,5).
Todas estas palabras del Génesis nos señalan la relación entre el hombre y la naturaleza, con la última referencia a su Creador. En principio no hay enemistad entre el hombre y la naturaleza. La naturaleza es la casa común donde es acogido el hombre para que pueda realizar el fin para el que ha sido creado, dar gloria a Dios. Está destinada la naturaleza al servicio del hombre y gracias a ella tendrá a su disposición los recursos necesarios para satisfacer sus necesidades vitales. Por ello mismo tendrá que trabajarla y cuidarla de modo que pueda cumplir el primer mandato de «creced y multiplicaos». Una utilización desmedida de los recursos en un presente que dejara sin posibilidades a las futuras generaciones significaría un desprecio del mandato divino. Este criterio ecológico está en las antípodas de aquellas consideraciones hoy no infrecuentes que ven en cada nuevo nacimiento un atentado contra la naturaleza, como si aprovecharse de sus recursos fuera un atentado a su integridad. Estas actitudes maltusianas de nuevo cuño reflejan un desprecio de la dignidad humana, fruto de una pretendida superioridad inmanente de la naturaleza ,consecuencia de una concepción ideológica de origen panteísta.
Además la creación toda ella nos habla de su Creador, así lo expresa el rey David en el salmo 19: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos»: pues «de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sabiduría 13, 5; cf. Romanos 1, 20). Esto mismo expresaba santa Teresita en sus escritos: «¡Cuánto bien hicieron a mi alma aquellas maravillas de la naturaleza derramadas con profusión!» (Historia de un alma manuscrito A).
Esta actitud contemplativa a la que invita toda la creación es algo absolutamente obligado en la vida cristiana, sin ella nuestra piedad carece de la admiración y alabanza a Dios tan propia de nuestra fe. Si esto siempre es así podemos decir que en Navidad es aún más necesario, para que nuestra mirada esté cautivada por la contemplación de aquel Niño de Belén «envuelto en pañales y acostado en un pesebre» que ha venido a salvarnos.