El amor por la historia inculcado por el P. Orlandis a sus primeros discípulos, no partía de la mera curiosidad de los acontecimientos históricos que habían ocurrido a lo largo de la misma, ni tan siquiera por el interés de conocer la causa histórica de los males que afligían a la humanidad, y que de manera tan insistente los papas habían condenado en sus encíclicas. La razón principal del estudio de la historia, y aquella por la cual en la revista Cristiandad tantas veces se hace presente, es la Teología de la Historia, es decir, reflexionar el devenir de la historia desde el plan de redención de Dios para la humanidad.
La historia así estudiada, interpreta los acontecimientos históricos, no sólo desde la perspectiva histórica concreta de los hechos acaecidos, sino tomando en consideración la perspectiva última a la que está llamada la humanidad entera, y con ella el fin de la historia. Así como no se puede educar al hombre sin una buena antropología, no se puede interpretar los acontecimientos de la historia sin un conocimiento del fin de la historia, cuya síntesis está maravillosamente descrita en el Concilio Vaticano II:
El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. (Gaudium et Spec, 45)
El mayor deseo del P. Orlandis al suscitar el estudio de la historia era que se formara en nuestras almas una gran esperanza, la esperanza del triunfo del Corazón de Cristo en la historia. A lo largo de los siglos XIX y XX, frente a una humanidad que se va alejando de Dios y que como trágica consecuencia cae en una espiral de violencia, los papas exhortan al pueblo fiel a una gran esperanza a través de su magisterio pontificio. Esta esperanza sobrenatural quedó sintetizada en el final de la bula que declaraba el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María:
Confiamos, con certísima esperanza y absoluta fe, que la bienaventurada Virgen quiera hacer que la Santa Madre Iglesia, libre ya de dificultades y victoriosa de todo error, florezca en todas las naciones, para que las almas erradas vuelvan a la senda de la verdad, y se haga un solo rebaño y un solo Pastor (Bula Ineffabilis Deus, beato Pío IX)
El artículo que recogemos corresponde a una serie de once artículos que el prolífico colaborador José Oriol Cuffí Canadell fue publicando entre julio de 1949 y marzo de 1950 con el título El problema de Palestina y los derechos de la Cristiandad. En ellos analizada la historia del estado de Israel desde su creación en 1948 y las numeras dificultades e intereses que hubo para que se hiciera realidad la vuelta del Pueblo de Israel a la tierra de la que habían salido hacía casi 2000 años.
Una vez más, tanto aquellos acontecimientos como los actuales, en los que los Santos Lugares donde Cristo vino a traer la paz son portada internacional, sólo se pueden llegar a interpretar correctamente desde la teología de la historia. Y para ello, la Iglesia, desde la publicación del Catecismo, nos ayuda a una mayor compresión de los últimos tiempos sobre el pueblo de Israel recordándonos que:
La venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia, se vincula al reconocimiento del Mesías por «todo Israel» del que «una parte está endurecida» en «la incredulidad» respecto a Jesús (CIC, 674).
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El problema de Palestina y los derechos de la Cristiandad (VI)
S.S. Pío XII recuerda la insuficiencia de los medios humanos
La ONU se desentiende prácticamente de la cuestión
El día 30 de abril de 1948, el Presidente de la Comisión de la Naciones Unidas para Palestina, recién llegado a Estados Unidos después de una prolongada estancia en aquel país, presenta un informe ante dicha comisión sobre el estado del gravísimo problema creado por el inminente abandono, por parte de la Gran Bretaña, del mandato sobre la Tierra Santa, asegurando que al finalizar aquél estallaría una guerra de envergadura. Aseguró también que la partición de Palestina era un hecho y que afectaría incluso a Jerusalén, no obstante la decisión de la Asamblea General de la O.N.U. que preveía un régimen de internalización para la Ciudad Santa y sus alrededores.
No sabemos exactamente la impresión que pudieron causar ambas noticias en los medios de las Naciones Unidas, pero seguramente no fue muy alarmante cuando la propia Comisión, después de escuchar las manifestaciones gravísimas de su Presidente, se limitó a continuar sus gestiones con el Consejo de Alimentación de urgencia y con la Unión Postal, a fin de asegurar los suministros y el mantenimiento de las comunicaciones con Palestina.
De la inminencia de un sangriento conflicto, de los peligros que amenazaban a los Santos Lugares y de la posibilidad de que quedasen vulnerados los propios acuerdos de la Organización de las Naciones Unidas, ni una palabra, ni el más mínimo indicio que pudiese significar una elemental postura de decoro y de atención hacia el mundo cristiano. ¿Qué importaba a la O.N.U. tales cuestiones?
Pero lo cierto era que las frecuentes e intensas disputas entre los árabes y los sionistas iban a adquirir bien pronto un carácter totalmente distinto. La figura siniestra de la guerra con todas las calamidades y con todas sus ruinas, vigilaba incansable el momento de poder lanzar sus afiladas garras sobre la tierra santificada por la presencia y por la sangre derramada por nuestro divino Redentor. Y la iniquidad acechaba el instante en que podría dar comienzo a su obra diabólica, convirtiendo a la patria terrena del Hijo de Dios en campo abonado del odio y de la violencia.
Nadie parecía darse cuenta de la importancia y consecuencias que habrían de derivarse del nuevo estado de cosas creado en Palestina; nadie, sino tan sólo quienes en el secreto de las cancillerías y en los conciliábulos de los enemigos del nombre cristiano, trabajaban incasablemente para el éxito definitivo de sus planes.
La guerra, cuyo estallido estaba seguramente previsto en tales planes, no inmutaba en lo más mínimo a quienes patrocinaban la creación de un estado judío en la tierra Santa; como les habían inmutado las refriegas sangrientes que diariamente sembraban de angustia y de dolor a los sufridos habitantes de aquellas regiones, encrucijada de la Historia y de la sociedad universal de nuestra era.
El Papa exhorta a implorar la intercesión de la Santísima Virgen
Desde el centro del mundo cristiano, la Cabeza visible de la Iglesia seguía atentamente la marcha de los acontecimientos y no cesaba de solicitar la cooperación de los hombres de buena voluntad y, por encima de todo, la protección del cielo para poner fin a tantas discordias y a tantas calamidades. El mes de mayo que iba a comenzar, dedicado especialmente a la Virgen Santísima, quería el Papa que fuese consagrado primordialmente a la oración para impetrar la intercesión poderosísima de la Madre de Dios en pro de una auténtica reconciliación entre los pueblos y entre las clases sociales, como base precisa de la suspirada paz.
En tal sentido, el Santo Padre dirigió a los Obispos su Carta Encíclica de 1º de mayo, en aquel mismo mes en que por decisión de las grandes potencias había de fraguarse el proyecto de entregar en manos del sionismo el territorio palestinés.
Comenzaba el Papa su encíclica aludiendo a los indicios que hacían prever una orientación “ardiente” de la comunidad de los pueblos hacia “los saludables caminos de la paz, después de las terribles devastaciones causadas por la conflagración en el mundo entero”. Pero junto a tales motivos de consuelo aparecían en el horizonte nuevas preocupaciones y gravísimas angustias.
Y añadía el Papa: “Efectivamente, aunque en casi todas las partes de la tierra la guerra ha terminado, sin embargo, la deseada pasa aún no ha serenado las mentes y los corazones. Más todavía, se nota aún que el cielo se va obscureciendo con nubes amenazadoras. Nos, por nuestra parte, no cesamos de dedicarnos, en cuanto no es posible, a alejar de la familia humana los peligros de otras calamidades que la amenazan. Pero como los medios humanos resultan insuficientes, nos dirigimos suplicantes a Dios y exhortamos al mismo tiempo a todos nuestros hijos en Cristo, esparcidos por todos los países de la tierra, para que se unan con nosotros en impetrar los auxilios celestiales […]”
Los Santos Lugares devastados pro nuevos estragos y nuevas ruinas
Nuestras oraciones, insistía el Romano Pontífice, son gratas a la Santísima Virgen cuando brotan “de corazones enriquecidos por las necesarias virtudes”. Y proseguía diciendo: “Esforzádos, por consiguiente, con vuestro celo apostólico, en que a las públicas oraciones elevadas al cielo durante el mes de mayo corresponda un despertar de vida cristiana. Sólo con este punto de partida el lícito esperara que la marcha de las cosas y de los acontecimientos en la vida pública igual que en la privada, pueda llevarse a cabo según el recto orden, y que los hombres consigan alcanzar, con la ayuda de Dios, no sólo la prosperidad posible en este mundo, sino también la felicidad celestial, que nunca ha de tener fin”.
Y continuaba el Papa en su Encíclica refiriéndose concretamente al trágico problema planteado en Palestina:
“Hay al presente un motivo especial que aflige y angustia vivamente nuestro corazón. Nos queremos referir a los Santos Lugares de Palestina, que desde hace mucho tiempo se ven turbados por luctuosos sucesos y casi cada día se ven devastados por nuevos estragos y ruinas. Y, sin embargo, si hay una región en el mundo que debe ser especialmente amada por todo espíritu digno y culto, ésa región es ciertamente la Palestina, de la cual, ya desde los obscuros primeros años de la Historia, ha surgido para todos los hombres tanta luz de verdad, en donde el Verbo de Dios encarnado quiso anunciar por medio de angélicos coros la paz a los hombres de buena voluntad y donde finalmente Jesucristo, colgado en el árbol de la Cruz, procuró la salvación a todo el género humano, y extendiendo sus brazos, como invitando a todos los pueblos a un abrazo fraterna, consagró con la efusión de su sangre, el gran precepto de la caridad.”.
“Deseamos, pues, venerables hermanos, que este año las oraciones del mes de mayo tengas la finalidad especial de pedir al a Santísima Virgen que, finalmente, la situación de Palestina se arregle de acuerdo con la equidad, y que allí también triunfe finalmente la concordia y la paz” .