Los atroces ataques terroristas de Hamás perpetrados el 7 de octubre de 2023 marcaron el inicio de una etapa inédita en el conflicto que se desarrolla desde hace décadas en Tierra Santa. Lo que era inconcebible había sucedido, se habían traspasado todas las líneas rojas, e Israel respondió con algo que también parecía imposible hasta entonces: la invasión terrestre de Gaza. Durante el año transcurrido hemos sido testigos de nuevas “imposibilidades” que se hacían realidad: ¿quién hubiera pensado, por ejemplo, que Israel tenía capacidad para matar al líder de Hamás, Ismail Haniyá, en pleno Teherán? Y así hemos llegado a un nuevo paso en la escalada bélica: la eliminación de la cúpula del grupo chiíta libanés Hezbolá en una operación de inteligencia inédita, seguida de bombardeos sobre los barrios chiítas de Beirut, donde Hezbolá almacena su arsenal en numerosas casa particulares y, finalmente, la invasión terrestre del sur del Líbano, desde donde Hezbolá hostigaba sin cesar a Israel con el lanzamiento de misiles.
Sin prisas, pero sin pausa, Israel está ejecutando su plan para conseguir el objetivo explícitamente anunciado por su primer ministro, Benjamín Netanyahu: cambiar de forma duradera el equilibrio de poder en la región. No se trata de castigar solamente a Hamás para regresar a la situación previa al ataque de Hamás en suelo israelí, sino de reconfigurar una nueva situación en Oriente Medio. Este nuevo statu quo que busca Israel pasa por golpear con fuerza a quienes le han atacado, asegurarse de que no se producirán nuevos ataques como el vivido el 7 de octubre, estableciendo “zonas colchón” desmilitarizadas, pero también por llevar la guerra allá desde donde Israel sea atacado. Hasta el momento, por ejemplo, Hezbolá podía lanzar misiles sobre Israel mientras sus dirigentes estaban seguros en Beirut. Ya no sucede así: lo inconcebible ha vuelto a ocurrir, Beirut es bombardeada, tropas israelíes invaden el sur del Líbano y cualquier instrumento de comunicación usado por los enemigos de Israel puede convertirse en un arma letal.
Esta nueva doctrina, llevar la guerra a territorio de los enemigos, implica que muy probablemente la escalada no se detendrá en el Líbano y Yemen, sino que se extenderá a Siria, Iraq e Irán. Es precisamente este último país el quid de la cuestión, pues en realidad la guerra que se ha desatado, aunque en diversos escenarios, es una guerra entre Irán e Israel. Hasta el momento Irán ha combatido a través de los grupos que financia y controla (“grupos proxy”, en terminología militar), pero es de esperar que Israel busque un enfrentamiento directo con Irán para el que, desde el lanzamiento masivo de misiles iraníes sobre Israel como respuesta a la muerte del líder de Hezbolá, Hasán Nasralá, ya se siente legitimado. Porque además, de poco valdría eliminar la posibilidad de que Hezbolá lance algunos misiles desde el sur del Líbano, interceptados en su mayoría por las defensas israelíes, si se permite que Irán obtenga armamento nuclear destinado, como no se cansa de repetir el régimen de los ayatollás, a borrar del mapa a Israel. La cuestión que se plantea, en un escenario de guerra perpetua, es si Israel podrá sostener en el tiempo este nivel de esfuerzo bélico.
Por otro lado, la escalada bélica plantea cada vez más dilemas éticos, pero lo hace para quienes (cada vez menos) analizan la guerra desde los parámetros de la teoría de la guerra justa, nacida al calor de las enseñanzas cristianas. Muy al contrario, lo que está sucediendo en Oriente Medio es la regresión, no a la ley del Talión (fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente), que en su estricta proporcionalidad supuso un avance moral, sino al modo de guerrear de los poderes de la Antigüedad: una guerra que no acepta ningún límite, que no se detiene ante nada, y que recuerda a la ley de Lamec: “Maté a un hombre porque me hizo una herida y a un muchacho porque me dio un golpe. Caín será vengado siete veces, pero Lamec lo será setenta y siete” (Gen 4,23). Han sido muchos quienes creían que se podía prescindir del cristianismo pero continuar disfrutando de sus frutos. No es así, un mundo en el que la religión cristiana está en retroceso y en el que su influencia, lógicamente, declina, será, es ya, un mundo en el que imperará la crueldad.