UNA de las verdades reveladas que en el caso de negarse tiene unas consecuencias trágicas, inmediatas y patentes es la contenida en estos dos versículos del Génesis: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra». Y creó Dios al hombre «a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó». Hay varias verdades contenidas en estas pocas palabras. La primera y más fundamental es la afirmación de que el ser humano es el único ser creado por Dios a su imagen y semejanza, su existencia tiene su origen en las manos de Dios, no es el resultado de una evolución ciega, y que, por tanto, su origen no es meramente material ni pertenece al mundo de lo orgánico. Tampoco es fruto de una inmersión social, que ha elevado lo orgánico al mundo de lo consciente y racional. En este caso el hombre será un compuesto de lo orgánico o biológico y lo social. Tanto en un caso como en otro es negada la libertad y con ello la dimensión moral de la vida humana. Otra verdad también contenida en estos versículos del Génesis hace referencia a la primacía del hombre respecto al resto del mundo de los vivientes, destinados a su vez al servicio del bien del hombre. Verdad también negada por tantos ecologismos de moda irracionales y destructivos de lo humano. Finalmente, una tercera verdad que ha cobrado en estos últimos tiempo una excepcional actualidad es la que se afirma con las palabras «Dios los creó hombre y mujer»: la dualidad originaria de la condición sexuada del hombre forma parte intrínseca de la condición humana.
Esta grandeza de la criatura humana, ha quedado sellada de un modo único y excepcional cuando Dios para redimir al hombre de su pecado se hizo hombre: «Et Verbum caro factum est» y por ello afirma el Concilio Vaticano II: «El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado: al contemplar al Dios hecho hombre, podemos comprender que el fin del hombre es ser divinizado por Dios».