NO hay necesidad más urgente, venerables hermanos, que la de dar a conocer las inconmensurables riquezas de Cristo (Ef 3,8) a los hombres de nuestra época. No hay empresa más noble que la de levantar y desplegar al viento las banderas de nuestro Rey ante aquellos que han seguido banderas falaces y la de reconquistar para la cruz victoriosa a los que de ella, por desgracia, se han separado. ¿Quién, a la vista de una tan gran multitud de hermanos y hermanas que, cegados por el error, enredados por las pasiones, desviados por los prejuicios, se han alejado de la verdadera fe en Dios y del salvador mensaje de Jesucristo; quién, decimos, no arderá en caridad y dejará de prestar gustosamente su ayuda?
(…) Hoy día los hombres, venerables hermanos, añadiendo a las desviaciones doctrinales del pasado nuevos errores, han impulsado todos estos principios por un camino tan equivocado que no se podía seguir de ello otra cosa que perturbación y ruina. Y en primer lugar es cosa averiguada que la fuente primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad moderna brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral, tanto en la vida privada de los individuos como en la vida política y en las mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada bajo la detracción y el olvido.
(…) «La salvación de los pueblos, venerables hermanos, no nace de los medios externos, no nace de la espada, que puede imponer condiciones de paz, pero no puede crear la paz. Las energías que han de renovar la faz de la tierra tienen que proceder del interior de las almas. Únicamente así tendrán sus decisiones consistencia interna, noble dignidad y sanción religiosa, y no fluctuarán a merced del egoísmo y de la pasión. Porque, si es verdad que los males que aquejan a la humanidad actual provienen, en parte, del desequilibrio económico y de la lucha de intereses por una distribución más justa de los bienes que Dios ha concedido a los hombres…, no es menos verdad que su raíz es más profunda e interna, pues toca a las creencias religiosas y a las convicciones morales; pervertidas con el progresivo separarse de los pueblos de la unidad de doctrina y de fe, de costumbres y de moral, en otro tiempo promovida por la labor infatigable y benéfica de la Iglesia».
Pio XII