DDURANTE siglos la invocación de la Santa Trinidad presidía los tratados de paz en nuestro mundo. Hoy, mientras judíos y árabes hablan entre sí de la paz de Abraham, nosotros, los descendientes de la cristiandad occidental, afectamos en nuestro lenguaje público no saber nada de Abraham, ni de Moisés ni de Cristo.
Hay en esto un «misterio de iniquidad», de mayor gravedad todavía que la vanidad de la sabiduría antigua de los «gentiles», a quienes el Apóstol Pablo condenaba por haberse negado a adorar a Dios manifiesto a su mente a través del mundo creado.
Para no aceptar algo verificable: la imposibilidad de un régimen social ordenado y justo, a la vez emancipado y rebelde frente a la ley natural y divina, sociólogos empíricos manipulan cada día los datos y se ciegan ante la evidencia. La resistencia a la fe que viene de Dios les lleva a aquellos fideísmos irracionales, a la insensibilidad ante los mismos hechos, y a la incapacidad para un lenguaje verdadero sobre la realidad.
En un mundo en que miles de cabezas atómicas apuntan sobre las grandes ciudades no hay solución diplomática ni política que pueda librarnos del equilibrio del terror y de la guerra. Se dice que por primera vez «la solidaridad es necesaria para la sobrevivencia», pero no se quieren preguntar sobre quién pueda poner el cascabel al gato en esto de la solidaridad entre los hombres, después de haber despreciado, con la fe cristiana, el amor que viene de Dios.
No hay en este mundo soluciones económicas para los problemas económicos; nadie quiere pensar en lo que pueda ocurrir el día que todo el mundo esté industrializado. No hay soluciones pedagógicas para los problemas pedagógicos, y es difícil acercarse realmente a las cuestiones de la delincuencia juvenil, del suicidio de los adolescentes, de la difusión de las drogas.
Los pueblos desarrollados afectan preocuparse por la explosión demográfica, pero el resultado más tangible es la disminución de la población en los países de mayor bienestar y riqueza, y el progresivo envejecimiento de una sociedad totalmente centrada en el mito de las generaciones jóvenes.
Nadie puede pensar seriamente en lo que pueda ocurrir en una sociedad, a la que estamos llegando aceleradamente, en la que la abolición de la pena de muerte «penal» vaya acompañada con la legalidad del aborto y de la eutanasia. El mito de la juventud, del poder y de la eficacia social, al que se inmolan ya los que no llegan a nacer, puede pronto exigir nuevos holocaustos entre los todavía hoy adulados minusválidos frente la tercera edad.
Los que hoy votan por la anticoncepción y el aborto, quizá verán a otros, tal vez sus propios hijos, votar la eutanasia y aplicársela. Todo, evidentemente, en nombre del concepto hoy vigente de los «derechos humanos».
En esta monstruosa idolatría, fragmentos de verdad o verdades fragmentarias, tendenciosamente amputadas de un contexto íntegro y ordenado, impiden cada día el ejercicio de la autoridad en el Estado, en la empresa, en la escuela y en la familia, y esto en nombre de una concepción antropocéntrica y antiteística, y formalmente anticristiana, de los «derechos humanos»: en nombre de ellos va siendo aplastada en muchos lugares toda libertad personal y todo diálogo humano, mientras se invoca la libertad y el diálogo como arma contra la verdad y contra el orden natural puesto por Dios en las relaciones entre los hombres.
La tragedia de nuestra sociedad pone de manifiesto como nunca el misterio de la relación entre la naturaleza humana caída y desintegrada por el pecado y la gracia redentora merecida por Cristo. El don divinizante que es la gracia es ofrecido para comunicarse a la naturaleza, incluso caída, pero por lo mismo la naturaleza sólo en la gracia puede obtener, con la elevación misma al orden sobrenatural, también la restauración y sanación de sus propias heridas en el orden natural.
La apostasía anticristiana ha desintegrado la humanidad pecadora de un modo más íntimo y profundo que la soberbia gentil. Para negar a Cristo en nombre de la autosuficiencia humana, el hombre occidental ha sido llevado a actitudes inhumanas y antihumanas en lo práctico, y a la concepción teórica de doctrinas sobre el hombre en las que se niega o se deja sin fundamento la dignidad personal del individuo humano.
«No hay camino», ciertamente, sino en Cristo; «no se ha dado otro nombre bajo el cielo a los hombres en el que podamos ser salvos». La situación del mundo contemporáneo fue contemplada por el padre Ramón Orlandis, en la perspectiva de una teología de la historia nutrida en el espíritu y en el magisterio de la Iglesia, y elaborada a partir de la doctrina y espiritualidad del padre Enrique Ramière, como una encrucijada decisiva «Aquel principio que afirmó san Agustín, según el cual Dios sólo permite el mal en orden a la consecución providencial de mayores bienes, ilumina este misterio: que pueda afirmarse hoy que la idea de Cristo Rey se presenta como psicológica y sociológicamente adecuada a las necesidades urgentes del mundo contemporáneo. «En el seno del mundo moderno ha logrado su madurez (la idea de Cristo Rey), su perfecto desarrollo y en su seno la lleva el mundo, y así, por más que se aturba y por más coces que tire contra el aguijón, no podrá jamás librarse de las angustias de su conciencia social, cuyo imperativo cristiano pesa sobre él como una losa. Y cuantas más soluciones busca para sus problemas de vida o muerte fuera de las que le ofrece Cristo Rey más sentirá angustias de agonía, más desesperantes serán sus desengaños».