A los 350 años de las apariciones del Sagrado Corazón de Jesús es oportuno recordar la persona a quien Él confió el apostolado de la devoción a su Corazón: santa Margarita María de Alacoque. La vida de Margarita está desde el primer momento rodeada de los cuidados de Jesús, según ella misma confiesa «¡Cuánto os debo por haberme prevenido desde mi más tierna edad, constituyéndoos dueño y posesor de mi corazón, aunque conocíais bien la resistencia que había de haceros!». Desde los primeros años de su vida son muy claros los cuidados del Sagrado Corazón sobre aquella niña y posteriormente sobre aquella adolescente para evitar la más leve mancha en su alma. Antes de tener conciencia de sí, pues tenía solo dos o tres años «hicisteis ver a mi alma la fealdad del pecado, bastaba decirme que era una ofensa a Dios para refrenar la vivacidad de mi infancia». A los cuatro años sus padres la enviaron a vivir a casa de su madrina, la Sra. Fautières, en el castillo de Corcheval, y, según tradición, un día en misa, en estos años en que residía en el castillo, dice Margarita, «Sin saber lo que decía, me vi impulsada a decir estas palabras: Dios mío, os consagro mi pureza y hago voto de perpetua castidad». Ella confiesa en sus memorias que no conocía el significado de la palabra voto, ni la castidad. Toda su tendencia era ocultarse y poder estar sola pensando y hablando con Dios. Explica Margarita que la Santísima Virgen siempre tuvo un grandísimo cuidado de ella y que era a quien recurría normalmente en todas sus necesidades, pues no osaba dirigirse a su divino Hijo. A ella ofrecía el rosario con las rodillas desnudas hincadas en tierra. Su padre murió en el año 1655, cuando ella tenía 8 años y como eran cinco hijos y su madre apenas podía estar en casa fue llevada al colegio de las clarisas, donde la prepararon para la Primera Comunión, que haría a los 9 años, «y para mí esta comunión derramó tanta amargura en todos los infantiles placeres y diversiones, que no podía hallar gusto en ninguno, aunque los buscase con ansia, pues al punto que quería tomar parte con mis compañeras sentía siempre algo que me separaba de allí y me impelía hacia algún rinconcito.» Tuvo que abandonar el colegio a los 10 años por causa de una enfermedad, «tan deplorable, dice Margarita, que pasé como unos cuatro años sin poderme mover. Los huesos me rasgaban la piel por todas partes». A pesar de todos los tratamientos que se le hicieron no pudo hallarse curación a la enfermedad hasta que, dice Margarita: «No pudo hallarse remedio a mis males que el de consagrarme con voto a la Santísima Virgen, prometiéndole que, si me curaba, sería un día una de sus hijas». Recobrada la salud Margarita se dedicó en gozar de su libertad, sin tener cuidado del cumplimiento de su promesa. Dice: «Apenas comencé a gozar de plena salud me fui tras la vanidad y el afecto de las criaturas. Pero muy bien me hicisteis conocer, Dios mío, que andaba muy errada en mis cálculos, pues los había hecho según mi propensión, naturalmente inclinados al placer; mas no según vuestros designios, tan diferentes de los míos». Mientras en la casa solariega donde la familia vivía, tras la muerte de su padre, la madre confió la administración y explotación de sus propiedades a su cuñado Toussaint Delaroche, el cual sacó a la viuda y sus hijos de la casa solariega Alacoque y los trasladó como huéspedes, a la casa anexa donde vivían también los trabajadores de la finca. La madre de Margarita fue despojada de toda autoridad y, tanto ella como su hija se vieron en la más dura cautividad; todo estaba cerrado con llave. La situación de ambas era de tal gravedad que no podían abandonar la casa y tan solo con permiso podían ir los domingos a Misa. Margarita lo explica así: «No teníamos autoridad alguna en casa, ni osábamos hacer nada sin permiso. Era una guerra continua y todo estaba bajo llave, de tal modo, que con frecuencia ni aun hallaba con que vestirme para ir a misa, si no pedía prestados cofia y vestido. Entonces fue cuando comencé a sentir mi cautiverio, en el cual tan adentro penetré, que nada hacía, ni aún salía se casa, sin el permiso de tres personas» (su abuela paterna, sus tíos Delaroche). Cuando expresaba mi dolor con llanto por no poder oír misa o visitar al Santísimo Sacramento, lo atribuían a no poder asistir a reuniones de jóvenes con quien me había citado. «Esta fue la época en que no sabiendo donde refugiarme, sino a un ángulo del jardín o del establo en el cual pudiera arrodillarme y derramar los afectos de mi alma con mis lágrimas en presencia de Dios, por medio de la Santísima Virgen, y permanecía allí días enteros sin comer ni beber». «Esto era lo ordinario; a veces algunas pobres gentes del pueblo me daban por compasión un poco de leche y fruta hacia la tarde». Cuando volvía a casa estas personas se le echaban encima, pues decían que no ayudaba en las tareas de casa. Por la noche se las pasaba llorando a los pies del Crucifijo, el cual le manifestó, que quería ser el dueño absoluto de su corazón y «quería constituirse en Maestro de su alma para obligarle a obrar como Él en medio de crueles dolores por amor». En este tiempo la madre de Margarita se puso muy enferma, con una erisipela en la cabeza que le causaba muy fuertes dolores y nadie se preocupó de ella, sino Margarita. Mientras, estando todo cerrado tenía que mendigar la comida y cosas necesarias para la enferma en las casas vecinas. Ella con sus ruegos al Señor consiguió la curación de su madre
Cartas en latín de C. S. Lewis y Don Giovanni Calabria: Un estudio sobre la amistad
No hay ocupación más noble (y enriquecedora) a la que dedicar las horas de asueto que el cultivo de la amistad. Tanto es así que Aristóteles llegó a sostener que sin amigos nadie querría vivir. Ahora bien, entre los...