La idea de que estar a favor de la libertad y la modernidad significa también ser anticristiano está grabada a fuego en la mentalidad europea de hoy y de ayer. La retórica anticristiana llena hoy el espacio público de los medios de comunicación, la política y el arte anticristianos, en pinturas, instalaciones, teatro, novelas, películas, artículos y consignas, haciendo de la religión cristiana, sus instituciones y creencias, objeto de acusaciones y burlas interminables. Los activistas homosexuales ven en la Cristiandad la fuente original de la homofobia y las feministas, a los fundadores del patriarcado. Incontables intelectuales la acusan de totalitaria, de tener una ética sexual reaccionaria, de pederasta, de tener mentalidad inquisidora, de cazadora de brujas, de antisemita, del Holocausto, de infantilismo intelectual, de morbosa fascinación con la culpabilidad y de otros muchos pecados. Por un lado, hay un sentimiento de satisfacción por el victorioso sometimiento del cristianismo ante el empuje de la secularización. Por el otro, es siempre visto como un mal que resucita milagrosamente y continúa proyectando su siniestra sombra sobre la civilización occidental. La participación de los cristianos en la vida pública, aunque sea tan insignificante como hoy, reaviva las sospechas habituales y resucita los antiguos estereotipos anticristianos, en una cruzada casi absurda. Los liberales siguen colonizando nuevas áreas de la vida humana, no dejando casi territorio fuera de control y, cuanto más ocupan, más despotrican contra la Cristiandad, azotándola con nuevas acusaciones, inventivas y blasfemias.
(…) Hace solo unas pocas décadas empezó a pronunciarse tímidamente la idea de que el mundo moderno no debe nada esencial al cristianismo. Articulada explícita y enérgicamente por filósofos, científicos, políticos y escritores, ha penetrado tanto en la opinión pública, que se ha convertido en una suerte de axioma inatacable de sabiduría social. Incluso la referencia al cristianismo como parte importante de la identidad europea en el preámbulo del Tratado constitucional de la Unión Europea provocó una reacción tan airada que hubo de ser abandonada por su supuesta incongruencia con lo que ésta llama «valores europeos». A tal punto se ha llegado que reconocer el papel histórico de la herencia cristiana se ha vuelto demasiado extravagante para ser tolerado. Esta ola anticristiana no es una nimiedad. Ilustra el triunfo del pensamiento ideológico, cuyo rasgo característico es una reorganización y a menudo falsificación del pasado para ponerlo al servicio del proyecto político contemporáneo.
«Quien controla el pasado, controla el futuro» apuntó con acierto Orwell en su disección del totalitarismo. Los comunistas lo hicieron a gran escala. La Unión Europea en su lucha por construir una nueva identidad europea actúa de forma similar, aunque a escala menor.
Paralizados por su cristofobia – en conocida expresión de Joseph H. H. Weiler–, ni la Unión Europea ni los gobiernos euro peos han reaccionado a la brutal persecución de los cristianos en otros continentes y, cuando lo hacen, es discretamente. Y esto es lo más vergonzoso porque, atendiendo a la retórica de la Unión Europea, debe de repetirse sin descanso que los cristianos son el grupo religioso más perseguido en el mundo.
(…) Esta frialdad hacia las dificultades de los cristianos se disimula tras un lenguaje de igualitarismo universalista, cuya ostentosa generosidad se supone que expresa preocupación por todas las religiones y grupos religiosos. Pero el principio de igualdad y sus dos normas –libertad religiosa y neutralidad estatal– no son para nada generosas. Al dar una posición central a la idea de igualdad de todas las religiones, emerge también al mismo nivel la de que las religiones no tienen ninguna importancia. En realidad, para el cristianismo, igualar supone devaluar drásticamente su posición, mientras otras religiones de baja incidencia en la identidad europea reciben un gran impuso.