El pasado 14 de noviembre se celebró en Barcelona un acto institucional en el salón Sant Jordi de la Generalitat de Catalunya, encabezado por Pere Aragonès como presidente del gobierno catalán, para conmemorar «los 500 años de la llegada de un pobre soldado a un lugar recóndito de la geografía de España, cuando iba de camino a Tierra Santa». Se trata, sin duda, de un evento singular, como le ha llamado el papa Francisco, ya que no estamos acostumbrados a que el mundo de la política y la cultura honren a un santo.
Durante el acto, que reunió a autoridades civiles y religiosas, representantes de la Compañía de Jesús y asociaciones culturales de Manresa, el cardenal Omella leyó un mensaje del Santo Padre en el que comentaba: «Es significativo en estos momentos pensar que, para llevar [a san Ignacio] hasta allí, Dios se sirviese de una guerra y de una peste. La guerra que lo sacó del sitio de Pamplona y fue el detonante de su conversión, y la peste que le impidió llegar a Barcelona y lo retuvo en la cueva de Manresa. Es una gran lección para nosotros, pues guerras y pestes no nos faltan para que lleguemos a convertirnos. Podemos, por tanto, asumirlas como una oportunidad para revertir el rumbo seguido hasta ahora e invertir en lo que verdaderamente importa, sea cual sea el ámbito en que nos movamos. Y es que, por medio de las crisis, Dios nos dice que no somos nosotros los señores de la historia, con mayúsculas, ni siquiera de nuestras propias historias, y por más que somos libres de corresponder o no a las llamadas de su gracia, es siempre su diseño de amor el que dirige el mundo.
»En aquella circunstancia –continúa el Papa–, Ignacio se mostró dócil a esa llamada, pero lo más importante es que no retuvo esta gracia para sí, sino que la consideró desde el principio como un don para los demás, como un camino, un método que podía ayudar a otras personas a encontrarse con Dios, a abrir su corazón y dejarse interpelar por Él. Desde entonces sus ejercicios espirituales, como otros itinerarios de perfección, tales como los doce grados de humildad de san Benito, las moradas de santa Teresa, o más sencillamente los que nos proponen las bienaventuranzas o los dones del Espíritu Santo, se nos presentan como esa escala de Jacob que desde la tierra nos lleva al Cielo, y que Jesús promete a quienes lo buscan sinceramente».
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