LA tensión no ha dejado de aumentar a lo largo de estos últimos meses en Ucrania con la acumulación de tropas rusas desplegadas en la frontera entre los dos países. Con el precedente de la guerra de 2014 y la anexión de Crimea por parte de Rusia, la amenaza de una posible invasión ha ganado verosimilitud y ha copado las portadas de todos los medios. La escalada ha llevado a una cumbre entre Rusia y Estados Unidos en Ginebra sin presencia ni de Ucrania ni de la Unión Europea, lo que constituye ya una victoria diplomática rusa, que se pone a la altura de los Estados Unidos, obviando a otros actores menores. No es fácil predecir el resultado de estas negociaciones, aunque cada vez resulta más evidente que la Unión Europea tiene poco que decir y que la ONU ni está ni se la espera.
Mientras tanto, Rusia ha seguido a lo suyo: las maniobras militares en las fronteras con Ucrania y Georgia son constantes y el despliegue de 5.000 paracaidistas rusos en Kazajistán para salvar al gobierno aliado de Rusia del país centroasiático no hacen más que evidenciar el retorno de planteamientos imperialistas por parte del país más grande del planeta.
Para entender mejor la situación, conviene analizar la evolución que ha derivado en la situación actual. Tras la caída de la Unión Soviética, Rusia sufrió una fuerte pérdida en todos los ámbitos al ver cómo numerosos territorios soviéticos (algunos con importante presencia de población rusa) se convertían en estados independientes. Tras unos primeros momentos de desorientación, Rusia pronto intentó determinar de algún modo el rumbo de los nuevos países vecinos con los que sus vínculos eran más estrechos. Es el caso de Bielorrusia, que es un estado independiente, pero que no ha dejado en ningún momento de estar bajo la sombra y condicionada por Moscú.
En el caso de Ucrania, el proceso fue más complejo. Además de ser la hermana mayor de Rusia (en Kiev surge la Rus del siglo IX), geográficamente se encuentra en una posición estratégica, bisagra entre Occidente y Oriente. Sin Ucrania, Rusia ve muy debilitada su condición de potencia euroasiática, pasando a ser «simplemente» una potencia asiática. Además, el territorio ucraniano constituye un muy útil «estado colchón» que protege Rusia de ataques de un potencial enemigo que amenace la integridad territorial rusa. Esta situación geográfi ca teóricamente privilegiada ha sido objeto reiterado de las ambiciones a lo largo de la historia de las grandes potencias. Desde la invasión polaca y lituana del 1331, pasando por el Imperio zarista o el imperio austrohúngaro.
Tras el fin de la Guerra Fría, aprovechando la crisis postsoviética, se hizo dominante en Ucrania un nacionalismo antirruso que siempre ha chocado con los sentimientos de la mayoría de la población, rusófona, de la parte oriental del país. Así, a pesar del aumento del uso del ucraniano como lengua
y el sentimiento de rechazo hacia Rusia de gran parte de la población ucraniana, en el este del país, especialmente Crimea (anexionada por Rusia en 2014) y la región del Donbass, que comprende las provincias de Lugansk y Donetsk, el habla rusa sigue siendo mayoritaria, y políticamente, la población ha seguido votando en masa a los partidos prorrusos.
Esta división entre un oriente más orientado a Rusia y un occidente más orientado a Europa muestra que Ucrania se encuentra a medio camino entre dos civilizaciones (lo que Toynbee califi caba como civilización cristiana occidental y cristiana ortodoxa). Dentro del país, esta segmentación se refl eja también en la religión: a pesar de que casi el 70% de los ucranianos son ortodoxos, la población católica se concentra en la zona oeste del país.
El desarrollo de Ucrania a lo largo de las últimas décadas ha tendido a establecer lazos más fuertes con Occidente (Estados Unidos, la OTAN, la Unión Europea), aprovechando la coyuntura de una Rusia debilitada tras el desmantelamiento de la URSS. Sin embargo, durante los últimos años la situación ha cambiado y la tendencia parece estar revirtiéndose. Con Vladimir Putin el poder ruso vuelve a ganar fuerza. A pesar de que su economía está por debajo del promedio de las grandes economías globales, se ha reducido drásticamente la pobreza y se ha corregido el estado de penuria en el que quedaron las fuerzas armadas soviéticas tras el colapso de la URSS, con importantes inversiones militares: en 2020 Rusia fue el cuarto país del mundo con más gasto en defensa, lejos de Estados Unidos y China, pero muy cerca de la India, demostrando su ambición de volver a convertirse en una potencia.
Por otro lado, las grandes reservas naturales rusas, sobre todo en gas, también han sido aprovechadas con pericia por el Kremlin, que ha conseguido que más de media Europa sea dependiente de su gas.
En 2017, casi el 100% del gas utilizado en Finlandia, Estonia y Letonia era ruso, situación parecida en Polonia, Rumanía, Hungría y sus países vecinos de Europa del Este. Pero incluso esta dependencia ha llegado a la Europa Occidental: aproximadamente, el 50% del gas consumido en Alemania, y un 30% del francés, inglés e italiano viajan también a través de gaseoductos rusos.
Este auge de Rusia de los últimos años ha hecho crecer también sus antiguas ambiciones imperiales. La anexión unilateral de Crimea en 2014 y el apoyo a los rebeldes del Donbass son prueba de ello, como lo son las órdenes del Kremlin en Bielorrusia que desencadenaron la avalancha migratoria hacia Polonia: el Imperio ruso está despertando y está decidido a revertir la decadencia en que se hallaba sumido hasta hace poco.
En este contexto, y entre amenazantes concentraciones de tropas, Rusia ha planteado exigentes condiciones a Estados Unidos (básicamente un derecho de veto a las incorporaciones a la OTAN de ex repúblicas soviéticas y una zona de seguridad a su alrededor) mientras las organizaciones y el derecho internacional pasan a segundo plano: a nadie se le ocurre pensar en la posibilidad de una misión de los cascos azules de la ONU o en una intervención de la Unión Europea.
La situación no es fácil para Estados Unidos, que no quiere transmitir una imagen de debilidad (especialmente tras su acelerada salida de Afganistán), pero también para Rusia resulta muy arriesgado invadir militarmente Ucrania. Dar ese paso significaría poner a prueba a todos sus vecinos, así como a Estados Unidos, la ONU, la OTAN y, sobre todo, enfrentarse a una resistencia local para nada obviable. Menos arriesgado sería la anexión de la mitad rusófona de Ucrania, quizás estableciendo regímenes títeres que creen un cinturón de seguridad alrededor de Rusia, sin bases militares americanas y de la OTAN en las puertas de casa.
En cualquier caso, una cosa parece clara: Rusia está anunciando al mundo el retorno de un Imperio. Durante el fi nal del siglo XX y el inicio del siglo actual su debilidad no le permitió evitar la independencia de muchos territorios de la antigua Unión Soviética, pero ahora está de regreso y dispuesta a detener la marcha occidental hacia el este. La era de los imperios y de la realpolitik, ajena a los organismos de mediación internacional, parece estar de vuelta.