Reproducimos parcialmente un artículo del padre Orlandis que escribió justo hace 75 años para la revista Cristiandad, respondiendo a aquéllos que pensaban que el tono de la revista era pesimista. Hemos considerado oportuno publicarlo en este número en el que se abordan la situación del mundo actual. (Reproducido del número 73, abril de 1947)
¿Somos pesimistas?
UNA súplica reiterada del director de Cristiandad me ha obligado a escribir el artículo que se sigue, en este día tercer aniversario de la publicación de la Revista. La razón que ha tenido para hacerme esta petición ha sido el deseo de que la revista se haga cargo de una observación benévola y caritativa, hecha por una persona de calidad y dignísima no sólo de toda nuestra atención y respeto, sino también de nuestro agradecimiento, ya que manifiesta su interés por nuestra obra con palabras y con obras, y por cierto que entre estas pruebas de interés no pondríamos en último lugar el que se haya dignado hacer la observación de que Cristiandad se hace cargo, con toda la atención y la buena voluntad de que es capaz.
(…) Hagamos, pues, la suposición de que se nos dice de Cristiandad que es pesimista en sus maneras de ver, juzgar y hablar y que esto puede engendrar en los lectores caimiento de espíritu e inacción. Conste que Cristiandad no tan sólo agradece esta observación y cualquiera otra que se le haga, sino que además tiene propósito fi rme de examinarse con toda sinceridad y exacción para enmendarse en cuanto le sea posible. Y el que subscribe este artículo, que como en otra ocasión dijo, se considera como el curador espiritual
de Cristiandad en su menor edad, se siente en la obligación de tener participación en este examen, cuyo resultado habrá de recaer no poco sobre su propia responsabilidad.
Dos puntos de consideración son, a lo que creo, los que ha de poner ante sí al examinar su propio espíritu por lo que se refiere al pesimismo o al optimismo. 1.° ¿Los criterios, los modos de ver y de juzgar de Cristiandad, son en realidad de verdad pesimistas? 2.° Dado que no lo sean ¿falta a Cristiandad aquella prudencia que ordena que no todo aquello que es verdad se diga, para no ocasionar males que del conocimiento de lo verdadero pueden seguirse?
Dos pesimismos
En primer lugar, ¿los criterios y los modos de ver de Cristiandad son en realidad pesimistas? Advirtamos ante todo que este calificativo puede tener dos sentidos, lo cual si no se tiene en cuenta, al aplicarse engendra confusión. Un médico visita a un enfermo y juzga con serena objetividad que la enfermedad es incurable: se dice del dictamen del médico que es pesimista. Hablando con propiedad habría que aplicar el calificativo no al médico ni a su dictamen, sino a la realidad del mal; el dictamen del médico no hace si no afirmar un mal que en realidad existe; tal vez no habrá sido bastante mirado o prudente al manifestar su juicio delante de personas a quienes la verdad podría ocasionar males, pero esto nada merma de lo acertado del dictamen. Otro médico se ha ganado merecida fama de impresionable, de imaginativo, de misántropo; visita a un enfermo y diagnostica que el mal es grave, que se ha de temer lo peor. En medio de su aflicción, a la familia del enfermo le queda una esperanza. El médico consultado todo lo ve negro; ¡es un pesimista! tal vez se eqquivoca, sin duda exagera. Esta distinción es
absolutamente necesaria para instituir un examen de conciencia en orden a averiguar si en un espíritu o en una conducta infl uye o interviene el auténtico pesimismo, del cual no es ejemplar el primer médico, sino el segundo.
Presupuesto
Cristiandad, como cualquier publicación que no se avenga a ser anodina, se halla en la necesidad de tener opinión, de manifestarla y de sostenerla, y esto no tan sólo en los problemas generales de doctrina y de principios, sino también en los de hecho. Cristiandad, por ejemplo, con la debida prudencia y moderación, aun a riesgo de equivocarse, ha de intentar comprender la actual situación del mundo y de sus constituyentes y desentrañar los bienes y males,
las venturas y desdichas de que para un futuro más o menos próximo o lejano está preñado el mundo actual. Que en los juicios de hecho y de valor a que aludimos pueda influir el sentimiento o el prejuicio es indiscutible, y que en casos aislados influyan es poco menos que inevitable. En tales casos puede decirse que suele errar más quien menos piensa que yerra. Por esto será gran remedio y gran preventivo para no errar o siquiera para errar menos el prestar siempre atención al parece de los demás, aun de los adversarios, cuánto más de las personas sensatas y benévolas.
De aquí que Cristiandad ante la insinuación amistosa que la nota de pesimismo, no puede menos de preguntarse: ¿en realidad soy pesimista?, ¿influye en mis criterios y apreciaciones ese humor negro, enfermedad de espíritus decadentes y engendrador de anemia e inactividad espiritual?, ¿me parezco al segundo médico?
Optimismo nuclear
Quienquiera que haya leído con atención siquiera mediana los números de Cristiandad publicados hasta ahora, le habrá debido de entrar por los ojos la expresión insistente de una idea, la reiteración incesante de una esperanza: la idea de la realeza de Cristo, la esperanza de una realización del reinado de Cristo sobre la tierra con una perfección mayor que la que ha alcanzado hasta ahora. Esta idea y esta esperanza estructuradas, o por mejor decir, organizadas, vitalizadas, constituyen un ideal: ideal es éste de luz y de fuerza, ideal de vigoroso optimismo cristiano. Ideal que en lo que tiene de nuclear y esencial no es sino la herencia recibida por la Iglesia, de Cristo y de sus Apóstoles, que encierra el impulso de expansión vital de la verdad evangélica hasta conseguir la adecuación del Reino de Cristo de hecho con el de derecho, o lo que es lo mismo, la aceptación plena del encargo de Jesucristo
docete omnes gentes: haced que todas las naciones acepten y acaten vuestro magisterio, admitan la buena nueva de que sois mensajeros, disfruten de los bienes que en esta buena nueva se les ofrecen. (…)
Todos los números de Cristiandad son una profesión de fe y de esperanza en este ideal y si en ellos a las veces transpira la indignación contra los mal minoristas, por ejemplo, contra los católicos liberales, no es porque Cristiandad ignore u olvide que en ciertas ocasiones, en sobradas ocasiones, por desgracia, es necesario y lícito contentarse y aún acogerse al mal menor,
sino porque los católicos liberales de ayer y no menos los de hoy, prácticamente por lo menos, hacen de la hipótesis tesis, alaban y encarecen
el bienestar de la Iglesia en las naciones en que se vive en la hipótesis,
menosprecian como visionarios a los que aún hoy en día osan hablar
del ideal y no pocas veces achacan a la intransigencia de éstos, para ellos
visionarios, a su falta de cultura, de comprensión y de caridad, casi todos
los males del mundo y de la Iglesia; la severidad y la dureza de trato
la guardan para los intransigentes, mientras que la amabilidad y aun la
melosidad untuosa la reservan para los que hacen necesaria la hipótesis.
A los intransigentes a duras penas les otorgan la opinión de buena fe,
que prodigan a manos llenas a los incrédulos, a los herejes, a los cismáticos.
De la condescendencia con éstos parecen esperar todo el bien, por lo menos el escaso bien con que se contentan. ¿Esta táctica, esta manera de pensar podrá dar otro resultado que el oscurecerse en la mente de los cristianos sencillos la convicción cristiana, que debe rechazar con dignidad todo error en la fe, toda mutilación en la verdad cristiana? Y esas tácticas de esperar el bien
de la Iglesia de la alianza con los que si no están abiertamente contra ella,
por lo menos es cierto que están fuera de ella ¿no será causa de que
se debilite el espíritu sobrenatural, la esperanza en los medios efi cacísimos,
en realidad los únicos efi caces, que son patrimonio exclusivo
de la Iglesia? Perdóneme el lector la digresión. Decíamos que Cristiandad,
los que forman el núcleo de su redacción, llevan en su corazón el ideal cristiano, y añado ahora que tienen la persuasión de que cuanto más dista el mundo de la plena realización de este ideal, cuanto mayores son las exigencias malaventuradas de la hipótesis, más necesario es conservar puro y vivo en la mente y en el corazón este ideal, y profesarlo públicamente.
El optimismo de que acabamos de hablar es, como decimos, nuclear, sustancial; de él habrían de participar todos los cristianos, porque no es sino la flor de las virtudes teologales, la flor fructífera del celo por la gloria de Dios, la exaltación de la Iglesia y el bien del género humano. Ahora preguntamos: si Cristiandad es fruto de esta fl or, siquiera fruto humilde, ¿cómo podría ser sustancialmente engendradora de pesimismo? Una sola explicación se podría dar de ello: la ineptitud de los que la redactan, la falta de dotes naturales, la falta de formación, o tal vez la falta de espíritu sobrenatural, que esteriliza las obras apostólicas que más fruto habrían de dar.
El optimismo del padre Ramière
¿Quién habrá, por poco versado que esté en los libros del padre Ramière, por poco que conozca su vida y su actuación, que pueda tacharle de pesimista? En vida se le echó en cara una excesiva benevolencia para con los católicos liberales de aquel tiempo y aquí mismo, en Barcelona, vio la luz un libro en que por esta razón se atacaba duramente una de sus obras fundamentales: La soberanía social de Jesucristo. Por otra parte, su optimismo no se limitaba a lo substancial que hemos descrito, no relegaba las esperanzas de la Iglesia para la otra vida, sino que pasó su vida inculcando en los lectores de sus libros la confi anza en un triunfo de la Iglesia en este mundo, triunfo de que las luchas actuales de la Iglesia no le hacían dudar, antes al contrario le aseguraban en su convicción.
La teología de la historia
Formados, los que constituyen el núcleo de la redacción, en Schola Cordis Iesu, y por ende en el seno del Apostolado de la Oración, cuyo lema se expresa en aquella petición Adveniat Regnum tuum, es obvio que concibieran vivos deseos de entender a fondo la idea contenida en la fórmula universalmente admitida «El reinado social de Jesucristo». Natural fue que para ello acudieran a las obras del padre Ramière. Este, en sus luminosos tratados intelectuales no se encierra en el círculo de las verdades y de los principios abstractos; hace ver las normas y las leyes de la providencia divina actuando en la vida de los pueblos y de todo el género humano, y acude a la revelación divina para rastrear los planes que Dios ha trazado a la humanidad y para sondear con humilde osadía lo que en lo porvenir estos planes le reservan. Y para esto, estudia la historia no tan sólo a la luz de la razón, sino también a la luz más poderosa de la revelación divina.