«¿Cómo el gran David, que había hecho tantas cosas buenas, que estaba unido a Dios, fue capaz de hacer eso?». Esta es la pregunta que el papa Francisco se hacía en una de las homilías matutinas de Santa Marta. Y seguía el Papa: «Esto no se hace de la noche a la mañana. David se deslizó lentamente, lentamente. Hay pecados del momento: el pecado de la ira, un insulto que no puedo controlar. Pero hay pecados en los que uno se desliza lentamente, con el espíritu de la mundanidad. Es el espíritu del mundo que te lleva a hacer estas cosas como si fueran normales…». Hace 75 años, el editorial de la revista CRISTIANDAD, comentaba el mensaje del Papa reinante, Pío XII, en el que se recogía esta última afirmación de Francisco. El contexto era el mensaje enviado al Congreso catequético que se llevó a cabo en la ciudad de Boston ese mismo año de 1946. En dicho mensaje el Papa hacía afirmaciones sorprendentes para la época, que nos muestran hasta qué punto los Papas, desde la Cátedra de Pedro, ven la realidad del mundo que les rodea.
Ese Cuerpo del que ustedes son miembros ha sido amenazado. Ese Cuerpo de Cristo que es su Iglesia (Ef 1, 23), se ve amenazado no solo por poderes hostiles desde el exterior, sino también por las fuerzas interiores de la debilidad y la decadencia…
»Millones pueden apresurarse por las calles de las grandes ciudades absortos en sus negocios, placeres o penas sin pensar nunca en Dios; sin embargo, el único Dios verdadero no es menos real; es Él quien los sostiene en su existencia. Los hombres se reúnen para promulgar las leyes de un pueblo, o con el encomiable propósito de sacar a sus semejantes del pantano de miseria y desesperación sembradas por la injusticia, mientras excluyen deliberadamente el reconocimiento del legislador supremo y soberano universal; sin embargo, el único Dios verdadero no es menos real por todo eso.
»¿No es esta negación o descuido de Dios, Creador y Juez supremo del hombre, la fuente de la creciente inundación del mal que hoy espanta a los serios y llena el camino de la vida humana con tantos hogares destruidos?
»Quizás el mayor pecado del mundo actual es que los hombres han comenzado a perder el sentido del pecado».
El editorial de aquel año, al hilo de este mensaje de Pío XII, reflexiona sobre este tiempo de Navidad que estamos prontos a celebrar y que, si no volvemos nuestros ojos, mente y corazón al sentido verdadero de esta gran celebración, podemos caer en unas «Navidades sin fe».
¿Navidades sin fe? (editorial)
Por su naturaleza divina, así como por la redención, Jesucristo es Rey y Señor universal de todos los hombres; de suerte que nada puede suceder contra su voluntad ni escapar a su gobierno: incluso sus mismos enemigos cooperan involuntariamente a la realización de sus inescrutables designios.
Mas Él ha tenido a bien disponer que la salvación de los individuos lo mismo que la paz en los estados pendan de una tercera forma de realeza y señorío que Él se propone ejercer sobre los hombres: la realeza de su amor, fundada en la aceptación voluntaria, tanto individual como social, de su ley.
Estas verdades serán tal vez de todos conocidas entre los católicos; mas no son ordinariamente meditadas y comprendidas.
Es preciso que nos apliquemos de nuevo «a considerar el hecho de la existencia de Dios; que dependemos absolutamente de su poder, de su amor y de su gracia y que tenemos el deber de moldear nuestra vida de acuerdo con la voluntad divina».
Creemos en estas verdades «en el retiro de nuestras habitaciones», mas no las profesamos públicamente con todas sus consecuencias, y permitimos que la inmodestia, la avaricia, la maldad campeen por la vida pública sin oponernos a ello.
Asentimos a la fe, no la apreciamos suficientemente. No estamos eficazmente convencidos de que en Jesucristo está la solución verdadera, pero también única, de todos los males que nos aquejan, y la cruel experiencia de que goza por desgracia nuestra sociedad no hace sino aumentar nuestra responsabilidad por no atender a las advertencias de la Iglesia.
Por esta ruptura interior que se ha producido en nosotros entre el objeto de nuestro asenso y los objetos de nuestro aprecio, «el vigor de la Iglesia y su mismo crecimiento están amenazados».
No es ya la amenaza exterior contra la que un cuerpo social vigoroso reacciona unánimemente; es la causa interna de la debilidad y de la decadencia, es un proceso de desvitalización (ningún papa anterior, que sepamos, había pronunciado tan trágica palabra); proceso culpable porque «habíamos sido advertidos del peligro». Buscábamos la vida en filosofías extrañas, y he aquí que se está secando en nosotros la fuente de la vida: pues no en vano se nos había dicho: «el justo vivirá de la fe».
El crecimiento de la debilidad, el proceso de desvitalización que ha venido ocurriendo en unos cuantos sectores de la Iglesia son debidos principalmente a la ignorancia, o cuanto menos a un conocimiento muy superficial de las verdades de la religión: verdades que deberían ser recordadas por todos.
«El vigor de la Iglesia y su mismo crecimiento están amenazados por no saber apreciar ellos íntegramente la verdad que profesan».
La verdad de la Redención, la verdad de la gracia y del Sacrificio, la verdad del Cuerpo místico de Cristo y la solidaridad natural y sobrenatural que liga a sus miembros entre sí, ¿habrán venido a ser juego de palabras en nuestra boca?
¿Qué pensamos celebrar en Navidad: solamente un hecho histórico acaecido una vez en la lejanía del pasado, o también el nacimiento constante de Cristo en nuestras almas que extirpe de ellas los gérmenes de muerte: «el orgullo, el egoísmo, la sensualidad y las ambiciones»?
¿O pensamos en serio que «será suficiente para ello la legislación humana»? ¿Acaso los contratos y tratados?, ¿Acaso un resultado electoral?
Planteado así el problema, la solución se impone por sí misma. Pero he aquí que el mundo civilizado ha encontrado en nuestros tiempos manera de eludir este dilema: ha negado teórica y prácticamente la realidad del pecado.
Nada es pecado, nada es condenable. Mas si no existe el pecado, no hace falta redención alguna; el sacrificio de Cristo fue en el mejor caso una abnegación innecesaria y la sociedad tiene en sí misma los principios de su estabilidad.
El Papa protesta contra esta última hipocresía, contra este último y máximo pecado:
«Es posible que el mayor pecado en el mundo sea el de que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado».
»Este sentido no puede ser arrancado del corazón humano; este sentir se despierta con la idea de que el Dios-Hombre, muriendo en la cruz, pagó la pena del pecado».
»Conocer a Jesucristo crucificado es conocer el horror de Dios a todo pecado. La culpa sólo podía ser lavada con la sangre preciosa de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre».
Este conocimiento, que era la única ciencia de que se jactaba el Apóstol –el Papa da el grito de alarma– se está perdiendo entre nosotros…