Joe Biden no ha podido disfrutar de un día de tranquilidad en Oriente Medio, donde la tensión entre Israel e Irán no hace más que crecer. Uno de los momentos álgidos se produjo a principios de abril cuando la planta iraní de enriquecimiento de uranio de Natanz, eje de su programa nuclear, fue atacada e inutilizada. Un suceso confuso pero en el que una explosión destruyó el sistema de energía independiente que alimentaba las centrifugadoras para enriquecer uranio. Se calcula que se tardará al menos nueve meses en reanudar el enriquecimiento de uranio en dicha planta, lo que supone un importante retraso en el camino iraní hacia una potencial bomba atómica.
El momento no es casual. En Viena se están llevando a cabo conversaciones entre funcionarios estadounidenses e iraníes a través de intermediarios europeos sobre el programa nuclear de Irán. En 2018 Donald Trump se retiró unilateralmente del acuerdo nuclear con Irán, pero Biden ha declarado su intención de retomarlo y también de hacer ciertas concesiones, algo que Israel no ve con buenos ojos y que estaría detrás de lo ocurrido en Natanz. Irán, por su parte, insiste en que Estados Unidos debe levantar las sanciones que Trump volvió a imponer tras su retirada del acuerdo. Sólo entonces, dicen, aceptarán un retorno a las negociaciones.
En realidad estamos ante el último golpe en un intercambio entre ambas partes que se ha intensificado desde que Biden asumió el poder. Primero fue el asesinato del jefe nuclear iraní, Mohsen Fakhrizadeh, en noviembre de 2020, un golpe que también fue un mensaje, tanto para Biden como para Teherán: los presidentes cambian, las preocupaciones de seguridad israelíes no.
Los iraníes también han testado hasta dónde pueden llegar con Washington. En febrero, una lluvia de cohetes alcanzó una base que albergaba tropas estadounidenses en Erbil, la capital del Kurdistán iraquí. El grupo Saraya Awliya al-Dam, una organización controlada por los iraníes, reivindicó el ataque. Estados Unidos se vio obligado a responder de la misma manera.
La lucha entre Irán e Israel se desarrolla en múltiples escenarios. Desde 2019, Israel ha atacado barcos que transportan petróleo iraní y armas a través del Mediterráneo oriental y el Mar Rojo. Irán está respondiendo de la misma manera. A principios de abril, el barco iraní Shahr e Kord fue alcanzado por minas israelíes. Irán devolvió el golpe a un portacontenedores de propiedad israelí, el Lori. Y a finales de abril el Ministerio del Petróleo sirio denunció el ataque con drones contra un petrolero iraní cerca del puerto sirio de Baniás.
Parece claro que la tensión en la zona difícilmente va a rebajarse a corto plazo y que Israel va a hacer todo lo que esté en su mano por impedir que Irán se haga con una bomba atómica que amenazaría de forma clara su supervivencia. Esta vez, a diferencia de lo ocurrido en el pasado más reciente, Israel no cuenta con el apoyo incondicional de los Estados Unidos, pero por el contrario sí con el de los estados árabes suníes del Golfo, que también se sienten amenazados por el chiita Irán.
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