San Ignacio de Loyola fue, ante todo, un hombre de Dios, que en su vida puso en primer lugar a Dios, su mayor gloria y su mayor servicio; fue un hombre de profunda oración, que tenía su centro y su cumbre en la celebración eucarística diaria. De este modo, legó a sus seguidores una herencia espiritual valiosa, que no debe perderse u olvidarse. Precisamente por ser un hombre de Dios, san Ignacio fue un fiel servidor de la Iglesia, en la que vio y veneró a la esposa del Señor y la madre de los cristianos. Y del deseo de servir a la Iglesia de la manera más útil y eficaz nació el voto de especial obediencia al Papa, que él mismo definió como «nuestro principio y principal fundamento» (MI, Serie III, I, p.162)
Al hablar de san Ignacio, no puedo por menos de recordar a san Francisco Javier, no sólo su historia se entrelazó durante largos años en París y Roma, sino también un único deseo –se podría decir una única pasión– los impulsó y sostuvo en sus vicisitudes humanas, por lo demás diferentes: la pasión de dar
a Dios Trino una gloria cada vez mayor y de trabajar por el anuncio del Evangelio de Cristo a los pueblos que no lo conocían.
Benedicto XVI, A los miembros
de la Compañía de Jesús, 22 de abril de 2006