Se cumplen 75 años desde el atroz lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Un hecho que provocó intensos debates en su día y en el que fueron muchos quienes se posicionaron a favor de la decisión del demócrata Harry Truman, mientras que nada menos que el patriarca conservador Russell Kirk afirmaba, ya en 1945, que tras el lanzamiento de la bomba atómica los Estados Unidos «somos los bárbaros dentro de nuestro propio Imperio».
El aniversario ha recuperado este interesante debate, esta vez de la mano de dos notables conservadores y católicos, George Weigel y Edward Feser. Weigel escribía un artículo en First Things, La terrible elección
de Truman hace 75 años, en el que justificaba la decisión de Truman y la consideraba moralmente
correcta.
Su argumentación se basa en dos puntos: La población japonesa en su conjunto iba a ser llamada a luchar
hasta el último hombre: «Los fanáticos militaristas nacionalistas que dominaban la política japonesa hasta la decisiva intervención del emperador Hirohito en agosto de 1945, planeaban convertir a toda la población japonesa en combatientes en caso de invasión americana. Los ancianos y los jóvenes, las mujeres y los niños, todos debían resistir con las herramientas que tuvieran a mano, luchando junto al todavía formidable ejército japonés y con el apoyo de pilotos kamikazes, lanchas suicidas y torpedos humanos».
La conquista de Japón iba a provocar veinte millones de muertos japoneses y hasta cinco millones de bajas estadounidenses: «Las estimaciones originales de los Estados Unidos sobre las víctimas en suelo japonés durante la Operación Olympic (la invasión de Kyushu prevista para noviembre de 1945) y la Operación Coronet (la invasión de la llanura de Tokio en marzo de 1946) oscilaban entre cinco y 10 millones; algunas estimaciones posteriores cifran el número de muertos previsto en 20 millones, incluidos unos diez millones que morirían de hambre al evaporarse los suministros de alimentos durante los combates.
Se esperaba que las muertes en combate de norteamericanos, proyectadas a partir de la masacre de Okinawa, fueran no menos de 500.000 y quizás hasta un millón, de un total de bajas americanas
proyectadas entre dos y cinco millones». En resumen, según Weigel: «En el verano de 1945, el presidente Harry Truman tenía tres opciones para terminar la Guerra del Pacífico sin el derramamiento de sangre sin precedentes provocado por una invasión. La primera era intensificar el bombardeo de ciudades japonesas, que ya había matado a cientos de miles de personas y que, de continuar, mataría a cientos de miles más. La segunda era estrangular a Japón mediante un bloqueo naval y matarlo de hambre hasta que sus líderes se rindieran tras la muerte de millones, y tal vez decenas de millones de japoneses. La tercera era utilizar las armas atómicas desarrolladas por el Proyecto Manhattan para golpear a los políticos japoneses y dejarles claro que toda la nación sería destruida si no acallaban a sus militaristas, reconocían la derrota y se rendían».
Lo que le lleva a concluir que: «El presidente Truman eligió la tercera alternativa. Al hacerlo, salvó millones, incluso decenas de millones, de vidas, estadounidenses y japonesas. ¿Hace eso de Harry Truman un monstruo moral, el equivalente de Stalin, Hitler y los militaristas japoneses que mataron a millones de chinos inocentes en una guerra que comenzó en 1937? No, no lo hace. Truman autorizó el uso de las bombas atómicas pensando, con razón, que al hacerlo salvaría vidas estadounidenses y japonesas
al obligar a Japón a rendirse.
Fue una elección terrible, lo que el Secretario de Guerra Henry Stimson llamó “nuestra elección menos abominable”. Dadas las opciones disponibles, fue la elección correcta».
Edward Feser ha respondido a Weigel en un artículo publicado en el Catholic Herald titulado Los terribles argumentos de Weigel. Empieza Feser dando la razón a Weigel en su observación de que «parece difícil, si no imposible, reivindicar Hiroshima y Nagasaki en base a la doctrina clásica de la guerra justa sin relativizar las normas morales con el tipo de cálculo ético que Juan Pablo II rechazó en su encíclica de 1993, Veritatis splendor».
Feser cita Gaudium et Spes, para confirmar este criterio: «Toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones.»
Si hay acuerdo sobre estos principios, ¿cómo es que Weigel considera correcta la decisión de Truman? Su justificación es la siguiente: «Los límites aplicables al bombardeo de ciudades establecidos por la tradición de la guerra justa del razonamiento moral se habían roto mucho antes del bombardeo de Hiroshima
y Nagasaki; muchos más japoneses murieron en los bombardeos con bombas incendiarios de Tokio
y otras ciudades en la primavera de 1945 que en Hiroshima y Nagasaki juntas». Es decir, según
Weigel, la doctrina clásica de la guerra justa ya no era aplicable porque hacía tiempo que esa guerra había tomado otros derroteros, completamente contrarios a la misma.
Contra este argumento de un entorno en el que la doctrina de la guerra justa ya ha sido violada con anterioridad, Feser replica: «¿Y qué? Esto sólo prueba que esos primeros bombardeos también estaban equivocados, no que los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki no estuvieran equivocados».
Feser continúa refutando los argumentos de Weigel. En primer lugar, el de que cualquier otra alternativa hubiera causado más víctimas: «es cierto que el balance entre las consecuencias buenas y malas de una acción es algo que debemos considerar al decidir si la realizamos. Sin embargo, las consecuencias sólo se tienen en cuenta si la acción no es intrínsecamente mala, pues si lo es hay que descartarla absolutamente». Y lo ilustra con un ejemplo: «como no es intrínsecamente malo ser cartero, es legítimo que se sopesen las consecuencias buenas y malas al decidir si sería una buena elección de carrera para mí convertirme en cartero. Por el contrario, como es intrínsecamente malo ser estafador, el balance entre las buenas y las malas consecuencias de serlo es irrelevante para decidir si voy a convertirme en un estafador. Está absolutamente prohibido convertirse en estafador, cualesquiera que sean las
consecuencias». Lo que le hace concluir: «Suponer lo contrario es respaldar la teoría moral conocida como consecuencialismo– una teoría que Juan Pablo II también condenó en Veritatis splendor.»
Feser recuerda que es intrínsecamente malo aniquilar a la población de toda una ciudad para forzar una rendición. Un caso que entraría en lo condenado por san Pablo en su epístola a los Romanos, 3, 8: «¿Y por qué no decir conforme se nos calumnia y como –algunos aseguran que nosotros decimos–: “Hagamos el mal para que venga el bien” ¡Ellos sí que merecen que se les condene!». Y añade: «Se podría argumentar que la destrucción de poblaciones civiles se justifica por el principio del doble efecto, siempre que esta destrucción no sea intencionada, sino simplemente un subproducto de un acto moralmente lícito de ataque al enemigo… en principio se podría apelar al doble efecto para justificar el uso de un arma
nuclear para destruir una flota enemiga en el mar, aunque haya civiles a bordo. En ese caso, el objetivo es militar y la presencia de civiles es una circunstancia meramente contingente».
Pero no es éste el caso de Hiroshima y Nagasaki: «La población civil de una ciudad no es un objetivo militar, aunque haya fábricas relacionadas con la guerra dentro de la ciudad…apelar al principio
del doble efecto para justificar la destrucción de una ciudad entera es como apelar a este principio
para justificar el uso de un martillo como medio para matar una araña en la cabeza de alguien», sostiene Feser. Para poder apelar a este principio Weigel usa su otro argumento: toda la población japonesa podía ser considerada como militares beligerantes. A lo que Feser responde: «Aunque no lo dice explícitamente, tal vez quiere dar a entender que los ciudadanos de Hiroshima y Nagasaki –incluidos, aparentemente, los
niños, las ancianas, los discapacitados y todos los demás– realmente equivalían a combatientes enemigos y por lo tanto podían ser legítimamente objetivo militar tanto como los soldados de infantería o los marineros».
Esta pretensión de Weigel de extender el carácter militar a toda la población tiene dos problemas para Feser: «Primero, parece presuponer el concepto de “guerra total” entre poblaciones, lo cual es en sí mismo altamente problemático desde el punto de vista de la teología moral católica. En segundo lugar, independientemente de que los civiles japoneses hubieran podido convertirse o no en combatientes en algún momento, no eran de hecho combatientes en el momento de los bombardeos. Por lo tanto, si ese es el punto de Weigel, también es completamente irrelevante».
Por último, acaba Feser citando a la siempre penetrante Elizabeth Anscombre, quien en un artículo
titulado Mr. Truman’s Degree señalaba, en relación al argumento de que la invasión de Japón habría
causado más muertes que las producidas por las bombas atómicas, que «la razón por la que una invasión habría sido tan sangrienta se debe en gran parte a la política aliada de rendición incondicional. Por supuesto, es mucho más probable que una población luche hasta el último hombre cuando se le exige que se pongan completamente a tu merced, en lugar de pedir sólo unos términos más limitados de paz como había sido tradicional en la guerra. Con los bombardeos atómicos, los aliados «resolvieron» un problema que ellos mismos habían creado».
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