Interrogado san Juan, el Apóstol del Corazón, por santa Gertrudis, sobre los motivos que le habían hecho silenciar, en su Evangelio, los tesoros de gracia y de consolación que descubrió en el Corazón de Jesús durante la última Cena, le respondió que tal revelación estaba reservada para los últimos tiempos de la sociedad cristiana como remedio a su languidez y para reavivar su indiferencia.
Si es verdadera esta promesa, tenemos derecho a creer que el renacer de las almas y la regeneración de la sociedad dependen del establecimiento del reinado del Corazón de Jesús. […]
Jesucristo quiere establecer su imperio por el amor
Expongamos primero lo que queremos significar al hablar del reinado del Corazón de Jesús. ¿Por qué emplear una expresión poco habitual en el lenguaje y no decir sencillamente el reinado de Jesucristo? La razón es parecida a la que nos hace distinguir, en la persona adorable del Salvador, su Corazón, para hacer de él objeto especial de nuestro culto. Honrando al Corazón de Jesús dirigimos nuestra honra a Jesucristo, Verbo encarnado, Hijo de Dios vivo e Hijo del Hombre. Pero en esta adorable e infinita persona, que encierra junto a la totalidad de atributos divinos las riquezas todas de la humanidad, nos es grato fijar nuestros ojos en un atributo especial que nos hace más dulce y asequible nuestra unión con ella. Consideramos su amor cuyo órgano es este Corazón, y por él, como puerta siempre abierta, entramos en este augusto templo cuya entrada, sin él, nos hubiera sido vedada. Y puesto que el mismo Hijo de Dios en sus relaciones con nosotros, guiado por su Corazón, no se ha ocupado más que en glorificar su amor, aun a expensas de sus restantes atributos, no haremos sino imitarle al dirigir de un modo especial nuestros pensamientos y nuestro culto hacia un amor tan liberal y un Corazón tan misericordioso. He aquí la razón por la cual preferimos pensar en el Corazón de Jesús y hablar del Corazón de Jesús, en vez de hacer simplemente a Jesucristo objeto de nuestros pensamientos y reflexiones.
He aquí también, por qué al intentar establecer con nuestro divino Salvador esta unión perfecta que le hará reinar por entero sobre nosotros y nos pondrá en disposición de cumplir en toda su amplitud los designios de su amor, no decimos solamente el reinado de Jesucristo sino el reinado del Corazón de Jesús.
Tal expresión nos indica de antemano que el Hijo de Dios al descender al mundo para conquistar a la humanidad, no quiso establecer por la fuerza y el temor su imperio sobre nosotros, sino únicamente por el amor. Para vencernos, no quiso este divino guerrero emplear más armas que su Corazón.
De ahí proviene la dificultad de esta conquista; pero, al mismo tiempo, ahí radica su gloria.
Si hubiese querido reinar por la fuerza, nada le hubiera sido más fácil, teniendo a su alcance los corazones humanos; le bastaba con aparecer al mundo con esa majestad que conmueve los Cielos y hace temblar la tierra; sólo con una palabra las naciones se hubieran postrado a sus pies. […]
Mas tal empresa no era digna de Dios. Someter los pueblos por la fuerza es lo que hacen los conquistadores mortales; dominarlos por el terror puede hacerlo cualquier poder superior, con la sola presentación de males a los que no sea posible resistir. Pero someterlos solamente con el poder del amor; dominar todos sus feroces instintos con la debilidad voluntaria de la dulzura; apagar las vergonzosas concupiscencias con el encanto austero de la pureza; ahogar todo egoísmo con los lazos de la abnegación; vencer la pereza con el heroísmo del sacrificio, y la codicia extremando la renuncia; dejar a Satanás en posesión de todas las armas que le había proporcionado el pecado y de las que tan hábilmente se ha servido para perder a los hombres, y oponer a tales armas una sola arma: el amor; […] con este solo remedio curar todas las llagas morales; con esta sola arma triunfar de todas las malicias infernales; establecer en el mundo el reinado del amor sobre las ruinas del reinado del odio satánico y del egoísmo humano[…], he aquí una empresa que sólo un Dios podía concebir. La ha concebido Jesucristo y desde hace dieciocho siglos está en vías de ejecución. Es la empresa que llamamos el reinado del Corazón de Jesús.
Debemos consagrarle nuestros corazones
Demasiadas pruebas tenemos de que esta empresa no está aún terminada. Pero llegará a término, y de nosotros depende el apresurar su realización con la generosidad de nuestro apoyo. Los retrasos sufridos son prueba de la gravedad de los obstáculos que encuentra; mas, por otra parte, los triunfos alcanzados ya no dejan lugar a dudas sobre el resultado final.
Si una primera manifestación de Jesucristo bastó para derribar de sus tronos a los césares del paganismo y para atraerle adoradores de todos los pueblos del globo, ¿no será suficiente una manifestación más ostensible para generalizar este triunfo? La obra comenzada por los primeros apóstoles de un modo tan glorioso, será completada por estos nuevos apóstoles, cuya venida ha sido predicha por los santos ya desde hace siglos, y que serán, a título especial, los apóstoles del Corazón de Jesús.
[…] No temamos, pues, por el desenlace de la lucha: aquél, bajo cuyo estandarte combatimos tiene por divisa «El Invencible», y salió de su reposo para vencer, no para ser vencido: Exivit vincens ut vinceret. Su armadura está hecha a prueba de toda clase de golpes, su espada alcanza las almas, su flecha aguzada derriba los enemigos a sus pies. Tales armas son su Corazón, que está presto a oponerlo, como antaño hiciera, a todos los poderes de Satanás, a todos los egoísmos y todas las tiranías; y tampoco podrá resistir el mundo el peso de esta arma divina que ya lo venció hace dieciocho siglos.
Pero ya lo hemos indicado: de nosotros depende acelerar, por la generosidad de nuestra cooperación, este triunfo del Corazón de Jesús, apresurando el establecimiento en nosotros de su reinado. ¿Qué hacer para ello? Hallaremos la solución en el mismo título que encabeza estas líneas: El Reinado del Corazón de Jesús.
Tales palabras nos indican claramente que todas las luchas que el Corazón de un Dios ha librado en el mundo no tienen otra finalidad que la conquista de nuestro corazón, ya que el reinado del corazón no puede establecerse más que sobre corazones. […]
Los conquistadores que valiéndose de la espada someten los Imperios pueden lograr una obediencia pasiva; pueden, como hizo Alejandro, hacer enmudecer antes ellos a todo el Universo; pero, ganarse los corazones y, sobre todo, curarlos y regenerarlos, ni siquiera sueñan en ello.
[…]
Únicamente la verdadera religión, la que Dios reveló al hombre en el Sinaí, les formuló este mandato y les ha enseñado esta ciencia fundamental. Mas la ley mosaica no tuvo virtud para hacer comprender y practicar lo que enseñaba a los hombres. Insistentemente repetía Dios a su pueblo, por boca de los profetas, que los sacrificios de animales no tenían ningún valor ante sus ojos de no ir acompañados por el sacrificio del corazón; cosa que no comprendía aquel pueblo tosco. […]
Pero cuando este divino Corazón se hubo revelado a los hombres manifestándoles su amor con las humillaciones de Belén y los tormentos del Calvario, sólo entonces los corazones se dejaron dominar; se reconoció entonces que el verdadero reino de Dios reside en el interior; que la consagración filial de un corazón que se confía a su paternal amor le es incomparablemente más agradable que las más ricas ofrendas y que los sacrificios más cruentos.
Solamente entonces la religión del amor se estableció por fin en la tierra; se suprimieron las observancias farisaicas y en lugar de esta carga que abrumaba las almas sin hacerlas mejores, un sólo precepto, doble en su unidad, fue promulgado a los hombres: «Amaréis al Señor Dios vuestro con todas vuestras fuerzas, y a vuestro prójimo como a vosotros mismos».
La Iglesia, esposa y depositaria del corazón de Jesús
Observemos las sectas herejes o cismáticas que más cuidadosamente han conservado las antiguas tradiciones: la Iglesia anglicana, la Iglesia rusa… ¿Qué les falta para que puedan ser confundidas con la verdadera Iglesia? Tienen una jerarquía como nosotros, y los prelados que la forman están dotados de mayores riquezas que los nuestros; poseen magníficos templos, ceremonias espléndidas, sacramentos; recitan el Credo, enseñan el Evangelio y el Decálogo.
¿Qué les falta, pues? Les falta lo que sólo podrían hallar en la influencia del Corazón de Jesús: les falta el calor, la unción, la piedad, el don del corazón. De ahí esa ausencia de vida, esa sequedad dolorosa que induce a desertar a las almas más nobles de estas ramas desgajadas, para reunirse con el tronco divino, con la Iglesia santa, que recibe la savia vivificante del Corazón de Jesús. […]
Sin duda ninguna la verdadera Iglesia, la Esposa legítima de Jesucristo, posee varias notas, exclusivamente propias, que la distinguen de todas las sectas adúlteras; pero de todas estas notas ninguna es más apta para impresionar un corazón, que sienta a Dios, como ésta: sólo la verdadera Esposa del Salvador posee el Corazón de su celeste Esposo, y sólo ella está vinculada a Él por el corazón. Este es su privilegio que nadie osa disputar, y tal privilegio puede bastarle. Mientras quede patente que sólo hay una Iglesia del Corazón de Jesús, que tomen las demás tanto como quieran el nombre de Iglesias cristianas.
De todo lo cual podemos deducir la siguiente conclusión: Si queremos que crezca en nosotros el espíritu de la Iglesia, si queremos unirnos a ella más estrechamente, ser más católicos, es preciso que establezcamos en nosotros sin reserva alguna el Reinado del Corazón de Jesús. Cuanto más unamos nuestro corazón con este divino Corazón, tanto más se realizará en nosotros el fin que movió al Hijo de Dios a descender al mundo.
[…]¡Oh, si los hombres quisieran ser salvos! Dirigir la mirada hacia el Corazón de Jesús que permanece junto a ellos; poner su confianza en este divino Corazón, esforzarse en imitarlo, dejarse subyugar por su amor y permitirle el establecimiento de su reinado sobre ellos. No sería preciso otra cosa para restablecer en el mundo la paz, la unión y la serenidad del Paraíso, ya que no sus encantos.