«Al inicio del año redescubrimos la adoración como una exigencia de fe. (…) Adorar es poner al Señor en el centro para no estar más centrados en nosotros mismos. Es poner cada cosa en su lugar, dejando el primer puesto a Dios. Adorar es poner los planes de Dios antes que mi tiempo, que mis derechos, que mis espacios. (…). Adorar es descubrir que para rezar basta con decir: “¡Señor mío y Dios mío!”, y dejarnos llenar de su ternura. Adorar es encontrarse con Jesús sin la lista de peticiones, pero con la única solicitud de estar con Él. Es descubrir que la alegría y la paz crecen con la alabanza y la acción de gracias. Cuando adoramos, permitimos que Jesús nos sane y nos cambie. Al adorar, le damos al Señor la oportunidad de transformarnos con su amor, de iluminar nuestra oscuridad, de darnos fuerza en la debilidad.
»La adoración es un gesto de amor que cambia la vida. Es actuar como los Magos: es traer oro al Señor, para decirle que nada es más precioso que Él; es ofrecerle incienso, para decirle que sólo con Él puede elevarse nuestra vida; es presentarle mirra, con la que se ungían los cuerpos heridos y destrozados, para pedirle a Jesús que socorra a nuestro prójimo que está marginado y sufriendo, porque allí está Él. Por lo general, sabemos cómo orar –le pedimos, le agradecemos al Señor– pero la Iglesia debe ir aún más allá con la oración de adoración, debemos crecer en la adoración. Es una sabiduría que debemos aprender todos los días. Rezar adorando: la oración de adoración».
Francisco, 6 de enero de 2020, festividad de la Epifanía