Cada año la fiesta de Navidad renueva un ambiente que resiste las tentaciones mundanas de la sociedad de consumo, y triunfa de los fariseísmos que a pretexto de combatir aquéllas, quisieran desterrar de nuestras ciudades y pueblos la alegría familiar e íntima que los colma. Este ambiente nos invita a una reflexión sobre la vida de nuestra fe cristiana. Sólo vive la fe que fructifica por la caridad. El florecer de la fe, sin el que ésta no podría dar fruto, se realiza, según nos enseñó un gran maestro de espíritu, por medio de la sencillez de la piedad y de la devoción.
Ningún criterio podría servirnos mejor para discernir entre un cristianismo verdadero y las deformaciones y engaños que quieren presentarse como «renovación» doctrinal y «purificación » de la fe. Contrastemos, pues, nuestra fe por medio de la contemplación del nacimiento de Jesús, en Belén de Judá, ante quien la fiesta de Navidad nos sitúa, «como si nos hallásemos presentes».
Los «belenes» que desde siglos llenan nuestros hogares y nuestras calles e iglesias, traen el mismo mensaje de la liturgia de la Natividad del Señor.
Son el testimonio de una herencia que nos transmite un tesoro que la piedad cristiana ha conquistado a lo largo de su progreso y enriquecimiento secular.
Porque en el dogma y en la espiritualidad, la evolución progresiva producida por el espíritu de Dios en su Iglesia ha consistido en la mayor atención, y la más asidua inmediata e intuitiva consideración, de la concreta humanidad de Jesús, en su vida histórica, en los dolores de su Pasión, y en la ternura de su infancia.
Los siglos medievales, especialmente a partir de san Bernardo, y definitivamente con el espíritu de san Francisco de Asís y de sus hijos, marcaron el camino hacia la devoción moderna, centrada en el que hoy llaman el Jesús histórico, y al que algunos teólogos quisieran contraponer al Cristo de la fe.
Pero la fe cristiana consiste precisamente en el reconocimiento de que este Jesús,nacido de la Virgen María, desposada con un varón de la casa de David llamado José, es el Hijo eterno de Dios, hecho hombre para redimirnos.
La protervia de los sedicentes «desmitificadores» repite hoy, a pretexto de falsa hermenéutica y de filosofías deletéreas, que se mueven en la irrealidad de nebulosas cavilaciones, la diabólica hostilidad a la Encarnación del Verbo, que desde los primeros siglos cristianos se expresaba en el orgullo sectario de las gnosis.
Quienes hoy afirman el carácter «metafórico» de la Resurrección de Cristo y de la virginidad de María, y propugnan la «accidentalidad» de la historia evangélica para la «historia de la salvación» tal como ellos la forjan, propugnan un cristianismo que pretenden adulto. De este nuevo y falso cristianismo está ausente, por estarlo la verdad de Cristo, la alegría, la esperanza y el amor al prójimo, substituido por amargas y orgullosas exigencias por las que quisieran imponer al pueblo cristiano una implacable y dura mentalidad.
La inundación de este falso cristianismo, irreligioso e inhumano con pretextos humanistas, se expresa en los tópicos de una pretendida y desorientadora «educación de la fe».
En estos tópicos se oculta con frecuencia el intento de conseguir, a veces con hipócrita gradualidad, que los fieles vayan aceptando concepciones en las que se cancela y arrincona el que algunos han llamado «mito de Navidad», es decir, la verdad y la realidad del Niño Dios nacido en Belén de la Virgen María.
La maduración de la vida cristiana, nuestra plenitud y crecimiento a la medida del varón perfecto según Cristo no puede conseguirse sino por la vía evangélica de la infancia espiritual.
El Pueblo de Dios es «la Iglesia de los pobres», se nos dice también hoy, deformando un mensaje, cuya verdad auténtica brilla en la escena de la adoración de los pastores al Niño nacido en el pesebre. Y si Dios llama a los pobres y a los pequeños, según dice la Escritura: «Si alguien es párvulo que venga a mí», el Pueblo de Dios es también la Iglesia de los niños y de los pequeños, de los que nacen con Jesús, por el Espíritu Santo, para ser con Él hijos de María, la Madre de Dios y del Pueblo de los hijos de Dios.
En el décimo aniversario del fallecimiento de Francisco Canals, colaborador y alma
de la revista durante tantos años, volvemos a publicar el editorial que escribiera en
diciembre de 1974 con motivo de la Navidad, de gran actualidad y profunda reflexión
sobre lo que supone que el Hijo de Dios se haga hombre para nuestra salvación.