Dios coloca toda su medida, el amor, frente al orgullo humano. Éste es en el fondo el núcleo, el contenido original de todos los pecados, es decir, del querer erigirse uno mismo en Dios. El amor, por el contrario, es algo que no se eleva, sino que desciende. El amor muestra que el auténtico ascenso consiste precisamente en descender. Que llegamos a lo alto cuando bajamos, cuando nos volvemos sencillos, cuando nos inclinamos hacia los pobres, hacia los humildes. Dios se empequeñece para volver a situar
a las personas hinchadas en su justa medida. Vista así, la ley de la pequeñez es un modelo fundamental de la actuación divina.
Una escena ha alcanzado fama mundial en ese ámbito. Ha quedado eternizada musicalmente en el coro triunfal del Mesías de Friedrich Händel. A los pastores que guardaban en el campo sus rebaños se les aparece un ángel bañado en la luz de la gloria divina…
Una vez más, los primeros convocados al pesebre son los humildes. Herodes no se entera. Tampoco los sabios al principio. La noticia llega a los pastores, que esperan, que saben que necesitan la proximidad salvadora de Dios. «Los primeros convocados al pesebre son los humildes».
Benedicto XVI, Dios y el mundo, BAC, 2005