Una oleada de violencia recorre Hispanoamérica, con su punto álgido en Chile. Una violencia promovida por la izquierda bolivariana y que no oculta su feroz carácter anticatólico.
El pasado mes de julio tuvo lugar en Caracas, con los auspicios de la tiranía chavista, el XXV encuentro del Foro de San Pablo y pocas semanas después líderes de la izquierda (entre los que se encontraba el ex presidente de gobierno español y gran apoyo del régimen chavista venezolano, Rodríguez Zapatero) fundaban en México el Grupo de Puebla, en contraposición al Grupo de Lima, creado en 2017 por catorce países comprometidos en la lucha contra la tiranía venezolana. El pasado 3 de noviembre nueva reunión, esta vez en Cuba, con la participación de 1.200 militantes y una declaración final que establece el objetivo de «superar toda ofensiva imperialista» a través de un plan de acción para reforzar «las fuerzas progresistas y de izquierda » a través de una estrategia de desestabilización en la región.
El plan se ha concretado en numerosas movilizaciones violentas que tienen como objetivo final la caída de los gobiernos de los países no alineados con Venezuela y Cuba. Para ello han infiltrado a numerosos agentes agitadores, perfectamente organizados y en su mayoría cubanos, venezolanos o colombianos con vínculos con la guerrilla, tanto en Ecuador como en Chile.
Es lo que ha ocurrido en Chile, donde aprovechando el descontento social provocado por un alza en el precio del billete de metro se ha desencadenado una oleada de violencia que se resiste a remitir.
Que hay situaciones de pobreza sangrante en estos países nadie lo puede negar, fruto de la acción combinada de unos gobiernos izquierdistas especialistas en arruinar las naciones que gobiernan y de unos gobiernos derechistas que promueven un crecimiento económico cuyos beneficios se concentran
en unos pocos estratos de la sociedad. Pero tampoco se le escapa a nadie que esta realidad ha sido hábilmente manejada por una izquierda bolivariana que no acepta verse alejada del poder y está dispuesta
a todo para recuperarlo. Frente a esta ofensiva, la derecha del presidente chileno Piñera, centrada en
lo económico y alérgica a consideraciones de tipo moral y cultural, se ha mostrado incapaz de reaccionar
ante un desafío que la supera.
Especialmente odiosos han sido los numerosos ataques a iglesias en Chile, vandalizadas algunas, pasto del fuego otras. Imágenes dolorosas que, no obstante, han sido minimizadas en los grandes medios de comunicación, empeñados en presentar las protestas como la justa expresión de un malestar social
justificado. La explosión de odio anticristiano que ha acompañado las acciones de los manifestantes
chilenos más violentos contrasta con las declaraciones del presidente de la Conferencia episcopal
chilena, que se ha «solidarizado» con la causa de los manifestantes, señalando el «malestar social» que
habría provocado «mucha frustración y rabia», generando así violencia. No parece que estas palabras
hayan hecho mella en el ánimo de los manifestantes que, por el contrario, han dirigido lo peor de su ira
contra la Iglesia.
Mientras tanto, el presidente venezolano Nicolás Maduro declaraba el pasado 22 de octubre: «el plan
sigue adelante. Todos los objetivos que habíamos fijado en el Forum de San Pablo han sido alcanzados.
Está saliendo todo mucho mejor de lo que pensábamos».
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