La actuación de Greta Thunberg en la ONU nos ha dejado una sensación de sobreexposición; en lenguaje coloquial podríamos decir que el fenómeno Greta se les ha empezado a ir de las manos. El estrellato de la fanática profeta de calamidades pone cada vez más de manifiesto que hace mucho tiempo que abandonamos el terreno del cuidado razonable de una creación sobre la que tenemos responsabilidades para adentrarnos en el siniestro campo de los terrores apocalípticos que justifican cualquier aberración (también eliminar al escéptico) si es por la buena causa. El carácter pseudorreligioso de esta nueva y aterradora cruzada de los niños es también cada vez más evidente.
El reconocido sociólogo francés Jean-Pierre Le Goff declaraba en una entrevista en Le Figaro: «la conjunción de culto a la juventud y discurso ecológico se manifiesta a través de la figura emblemática de Greta Thunberg que da lecciones al mundo entero y apela a los estudiantes a que hagan huelga por el clima todos los viernes. Sentimentalismo y victimización son llevados a su punto más alto cuando esta joven se funde en lágrimas en el Parlamento de Estrasburgo. Ante esta “imagen impactante”, ¿cómo pueden negarse los adultos y los políticos a consolarla?
Lo más sorprendente es la manera en que tantos adultos, políticos o periodistas, aceptan este apoliticismo moralizante como un modelo de ciudadanía o una nueva vanguardia destinada a cambiar el mundo. En la hora del triunfante culto a la juventud, el miedo a aparecer como un reaccionario o un viejo carca ha jugado sin duda un papel importante en estas tomas de posición.
Pero de modo más fundamental, asistimos a una inversiones de los roles cuando los jóvenes dan lecciones a los adultos en materia de buen comportamiento. A través de un juego de espejos infantilizante, los adultos y los militantes ecologistas aplauden de hecho un modelo de ecociudadanía que ellos mismos han inculcado a las nuevas generaciones.
La ecoideología refuerza al mismo tiempo la visión negra y penitencial de nuestra propia historia occidental que sería la responsable de todos los males ecológicos. Como contrapunto a esta visión oscura, la utopía de una humanidad reconciliada consigo misma: la salvaguarda del planeta se convierte en el nuevo principio unificador de un mundo fraterno y pacífico que, gracias a los desafíos ecológicos, acabará con las fronteras, las diferencias entre naciones y civilizaciones y pondrá fin a las contradicciones y a los conflictos.
Al erigirse como los representantes de los intereses superiores del planeta, los ecologistas se colocan en el campo del bien. Son profetas y moralistas de un nuevo tipo que anuncian el Apocalipsis. La ecología presenta los rasgos de una nueva religión secular, retomando el concepto de Raymond Aron, cuando se erige en una explicación global del mundo que poseería las nuevas claves de la historia y de la salvación de la humanidad, cuando establece la jerarquía de valores y de buenos comportamientos.
Se quiera o no, la ecología se ha convertido en uno de los vectores de una “revolución cultural” que no dice su nombre».
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