«Hay que hacerle salir de su retiro [a Jesús Eucarístico] para que se ponga de nuevo a la cabeza de la sociedad cristiana que ha de dirigir y salvar. Hay que construirle un palacio, un trono, rodearle de una corte de fieles servidores, de una familia de amigos, de un pueblo de adoradores». He aquí la gran misión de san Pedro Julián Eymard.
Los congresos eucarísticos surgieron como fruto de este poderoso anhelo. Fueron una iniciativa pionera de Emilia Tamisier de Tours, una joven que había ingresado en la Congregación de las Siervas del Santísimo Sacramento, donde permaneció cuatro años, con el nombre de Hna. Emiliana. Después, con la bendición de su santo fundador, saldría del convento para ser en el mundo una misionera itinerante de la Eucaristía.
Así, en 1881, inspirada por su maestro y venciendo numerosos obstáculos, organizaría el primer congreso eucarístico de la historia, que tuvo lugar en Lille, bajo el lema La Eucaristía salva el mundo y contó con la especial bendición del papa León XIII. Para su realización, recibió la ayuda de los Padres Sacramentinos, de varios obispos y numerosas personalidades laicas. A partir de entonces, se multiplicarían congresos similares, no sólo regionales, sino también nacionales e internacionales. Una institución que adquirió forma y perdura hasta nuestros días.
«El papa Sixto V hizo grabar estas palabras en el obelisco que se levanta en medio de la plaza de San Pedro en Roma. (El triunfo de Cristo por la Eucarístía). Estas magníficas palabras se hallan en presente, y no en pretérito, para indicarnos que el triunfo de Jesucristo es siempre actual, y que este triunfo se obtiene por la Eucaristía y en la Eucaristía.
Jesucristo ha combatido, y ha quedado dueño del campo de batalla: en él tremola su estandarte y en él ha fijado su residencia: la Hostia Santa, el Tabernáculo eucarístico.
Venció al judaísmo y su templo, y sobre el monte Calvario se levanta un tabernáculo ante el cual le adoran todas las naciones bajo las especies del Sacramento.
Venció al paganismo… y la ciudad de los Césares ha sido elegida por El para hacerla su propia capital. En el templo de Júpiter Tonante hay otro tabernáculo.
Ha vencido la falsa sabiduría de los que se tenían por sabios y, ante la Eucaristía que se levanta sobre el mundo difundiendo sus rayos por todo él, huyen las tinieblas como las sombras de las noches al aproximarse la salida del sol. Los ídolos rodaron por el suelo y fueron abolidos sus sacrificios: Jesucristo es un conquistador que nunca se detiene, marchando siempre adelante: se ha propuesto someter el mundo a su dulce imperio».
Pedro Julián Eymard, La divina Eucaristía, p. 184.