Con todo, en primer lugar, deseamos que, por medio de una más intensa participación en el Sacramento del altar, sea honrado el Corazón de Jesús, cuyo don más grande es precisamente la Eucaristía. En el sacrificio eucarístico, en efecto, se inmola y se recibe a nuestro Salvador, pues vive siempre para interceder a favor de nosotros (Heb 7, 25), cuyo Corazón fue abierto por la lanza del soldado y vertió sobre el género humano el torrente de su sangre preciosa, mezclada con agua. En este excelso sacramento, además, que es el vértice y el centro de los demás sacramentos, «la dulzura espiritual es gustada en su misma fuente y se hace memoria de aquella insigne caridad que Cristo ha mostrado en su pasión» (S. Tomás de Aquino, Opúsculo, 57). Es necesario entonces –utilizando las palabras de san Juan Damasceno–, que “nos acerquemos a Él con deseo ardiente…” para que el fuego de nuestro deseo, como recibiendo el ardor de las brasas, destruya, quemándolos, nuestros pecados e ilumine los corazones de tal manera que en el contacto habitual con el fuego divino nosotros también nos hagamos ardientes y semejantes a Dios» (San Juan Damasceno, De fide orth., 4, 13: PG 94, 1150).
San Pablo VI, Carta Apostólica Investigabiles divitias Christi (6.2.1965)