Matthew Schmitz, desde las páginas del Catholic Herald, pone el dedo en la llaga en una cuestión, de enorme gravedad, que provoca sonrojo:
«Si a los católicos se les prohibiera ostentar un cargo público, nuestra vida política podría mejorar mucho. Un juicio tan duro sería impensable si los políticos católicos votasen siendo consecuentes con su fe, pero en general no lo hacen.
De hecho, cuando se trata de defender la vida antes de nacer, nuestros legisladores supuestamente católicos hacen más mal que bien. Según el Pew Research Center, más del 30 por ciento del Congreso y el Senado de los Estados Unidos es católico: 22 senadores y 141 congresistas. Estos datos son aún más impresionantes si se considera que solo el 20% de la población adulta de Estados Unidos es católica.
¿Pero cómo votan realmente estos políticos católicos? En Evangelium vitae, san Juan Pablo II afirma que cada persona tiene «la ineludible responsabilidad de elegir incondicionalmente a favor de la vida» y que la responsabilidad por el asesinato de los no nacidos recae en «los legisladores que han promovido y aprobado las leyes que amparan el aborto». ¿Los legisladores católicos han prestado atención a estas advertencias o las han ignorado?
He analizado el registro de votos en estas cuestiones y el grado de aprobación de Naral (organización abortista que publica un índice que puntúa el apoyo al aborto en las votaciones en el Congreso y Senado) de los representantes católicos y no católicos. Los resultados son tremendos. En promedio, los senadores católicos tienen un índice de aprobación NARAL del 57 por ciento, en comparación con el 47 por ciento para los no católicos. Los congresistas católicos tienen un promedio de aprobación de NARAL del 58 por ciento, en comparación con el 46 por ciento de los no católicos.
Así que podemos afirmar que si todos los católicos fueran expulsados del Congreso mañana, los no nacidos tendrían menos motivos para temer; si el Senado y el Congreso fueran purgados repentinamente de católicos, los defensores de la vida gozarían de mejores probabilidades contra sus enemigos. Revocar Roe v Wade, aprobar una prohibición federal sobre el aborto, aprobar una enmienda constitucional en defensa de la vida, todo esto estaría al alcance de la mano.
Nada podría dar un testimonio más poderoso del fracaso de la política católica que este triste hecho. Pero el fracaso no puede ser atribuido únicamente a nuestros legisladores católicos. En realidad están actuando en respuesta no solo a las presiones del mundo, sino también a las confusas y desorientadoras señales enviadas por muchos de sus obispos y sacerdotes.
(…) En 2004, el cardenal Joseph Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, envió una carta a los obispos estadounidenses en la que sostenía que a un político que “constantemente hace campaña y vota a favor de las leyes permisivas con el aborto y la eutanasia” se le debe decir que “no debe presentarse a la Sagrada Comunión” y que si lo hace, se le “negará la Eucaristía”.
El cardenal Theodore McCarrick, entonces arzobispo de Washington, DC, ocultó el contenido de esta carta a sus colegas obispos. Por el contrario, les dijo: “Me gustaría hacer hincapié en que el cardenal Ratzinger deja claramente en nuestras manos, en cuanto maestros y pastores, si debemos seguir este camino de negar la Comunión”.
En base a esta “interpretación”, los obispos estadounidenses votaron dejar a cada obispo la decisión sobre negar o no la comunión a los políticos que promueven el aborto. Esta política, a la que se llegó por medio de pequeñas mentiras, ha perpetuado la gran falsedad de que apoyar el aborto es una cuestión de juicio privado. Uno no puede oponerse personalmente pero apoyar públicamente el aborto, del mismo modo que uno no puede oponerse personalmente pero, al mismo tiempo, favorecer públicamente que se dispare a los abortistas. La vida es vida y debe ser protegida por la ley.»
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