Nuestro Señor Jesucristo llama a todos los fieles a ser un ejemplo luminoso de virtud, integridad y santidad». Con estas palabras inicia el papa Francisco una carta apostólica, fechada el 7 de mayo de 2019, en la que dispone una serie de normas para luchar contra posibles abusos sexuales dentro de la Iglesia.
Aunque estas normas, dirigidas principalmente a los obispos y superiores religiosos, pretenden facilitar la denuncia y corrección de estos execrables delitos, el Santo Padre ha querido llamar de nuevo la atención sobre la necesidad de que este camino de conversión y purificación recorrido por todos los fieles en tanto que miembros del único Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.
«Para que estos casos, en todas sus formas, no ocurran más –afirma el Papa–, se necesita una continua y profunda conversión de los corazones, acompañada de acciones concretas y eficaces que involucren a todos en la Iglesia, de modo que la santidad personal y el compromiso moral contribuyan a promover la plena credibilidad del anuncio evangélico y la eficacia de la misión de la Iglesia. Esto sólo será posible con la gracia del Espíritu Santo derramado en los corazones, porque debemos tener siempre presentes las palabras de Jesús: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5)».
En relación a este tema y teniendo en cuenta su responsabilidad como Pastor de la Iglesia en la época en que se desarrolló esta crisis, el papa emérito Benedicto XVI, después de consultarlo con el Secretario de Estado del Vaticano, cardenal Parolin, y con el mismo papa Francisco, ha publicado recientemente un artículo («La Iglesia y los abusos sexuales») en el que ofrece sus propias reflexiones sobre las causas de la grave crisis interna que padece la Iglesia, entre las que destaca la revolución sexual de finales de los años 60 y el colapso de la teología moral que siguió al Concilio Vaticano II, que arrastró tras de sí la misma autoridad del magisterio de la Iglesia.
Este proceso de desintegración moral no sólo afectó a la juventud y al mundo laico en general sino que también penetró en muchas diócesis y seminarios, causando un importante daño a la fe: «es importante ver, afirma Benedicto XVI, que tal conducta de los clérigos [el abuso a menores] al final daña la fe. [Y] allí donde la fe ya no determina las acciones del hombre, tales ofensas son posibles».
Benedicto XVI, al acabar su escrito y preguntarse sobre lo que se debe hacer para sanar los corazones, propone como camino adecuado en este proceso de conversión de que hablaba el papa Francisco una urgente y profunda renovación de la fe: renovar nuestra fe y caridad en Dios trino, volviendo a colocarlo en el lugar que le corresponde, tanto a nivel individual como social; renovar nuestra fe en la realidad de que Jesucristo nos ha redimido y se nos da en el Santísimo Sacramento; y renovar nuestra fe en la «Santa Iglesia», medio por el cual Dios nos salva, y que «hoy más que nunca es una Iglesia de mártires, testigos del Dios viviente».
Este año celebramos el ciento treinta aniversario de la publicación de la única encíclica dedicada a san José, la Quamquam pluries de León XIII. Por ello me parece oportuno recordar, teniendo en cuenta las palabras del papa Francisco y el diagnóstico realizado por el papa emérito, la urgencia de «sacar del celemín y poner sobre el candelero» la tan olvidada figura de san José, patrono de la Iglesia universal, del Concilio Vaticano II y de los seminarios, para que con el ejemplo de su «fe obediente», modelo de santidad para todos los creyentes, alumbre a todos los fieles en estos graves momentos de prueba. Una nueva encíclica del papa Francisco en torno al patriarca del Pueblo de Dios tendría con seguridad frutos abundantísimos y llenaría de gozo a la Iglesia entera. ¡A san José se lo encomendamos!
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